Mónica suspiraba frente al espejo, repasando una rutina que ya conocía de memoria. Sus días estaban llenos de silencios forzados y miradas de resignación. Javier, su esposo, era una figura poderosa y temida: el abogado más respetado y bien pagado del país. Había construido su reputación defendiendo a algunos de los empresarios y políticos más influyentes de la nación, lo cual le daba un estatus y una red de contactos casi intocables. En cada rincón del hogar, esa influencia se hacía sentir; su autoridad se extendía sobre cada decisión y cada detalle de sus vidas, aplastando cualquier intento de oposición.
Recordaba la época en la que Javier era un hombre romántico, atento y dulce. Cuando comenzaron a salir, su encanto y carisma la deslumbraron. Él parecía comprenderla como nadie más, la hacía sentir valorada y admirada, como si ella fuera el centro de su universo. Confiada en ese amor, Mónica decidió dejar la carrera de abogacía cuando se enteró de que estaba embarazada de su primer hijo, Mateo. Abandonó sus estudios para dedicarse a Javier, al hogar que estaban construyendo juntos, y luego a sus hijos. En aquel momento, parecía la decisión correcta. Javier le prometía una vida llena de amor y estabilidad, y ella aceptó esa promesa sin dudar.
Pero con el paso del tiempo, esa figura de esposo atento y comprensivo comenzó a cambiar. Javier, que antes se desvivía por hacerla feliz, fue volviéndose cada vez más distante, rígido y controlador. Las decisiones, desde las más importantes hasta las más insignificantes, comenzaron a recaer en él. Cada aspecto de la vida familiar pasó a ser dominado por sus expectativas, sus reglas, y su inquebrantable sentido de lo que era “correcto” o “normal.”
La situación se intensificó cuando Pía, quien hasta entonces había sido conocida como Mateo, comenzó a mostrar con valentía su identidad de género. La incomprensión de Javier fue inmediata, y su rechazo, implacable. Para él, el cambio de Pía era una traición a su visión de familia. En lugar de ver a su hija, veía lo que interpretaba como una desviación de su ideal de “normalidad”. Sin embargo, Mónica se dio cuenta de que, por primera vez en años, su hija estaba siendo auténtica. En los pequeños momentos de intimidad, veía a Pía con una luz y un coraje que la conmovían profundamente.
Aquella mañana en particular, Pía había decidido ponerse un vestido que había encontrado en el armario de su madre. Mónica la ayudó a ajustarlo, compartiendo una sonrisa cómplice mientras la miraba en el espejo. Pía parecía segura, más segura de lo que Mónica había visto en ella en mucho tiempo. Sin embargo, el temor siempre estaba presente: sabían que esa felicidad podría desmoronarse en cualquier momento si Javier las descubría.
La paz de ese instante se rompió cuando escucharon el sonido de las llaves en la puerta. Mónica sintió cómo su corazón latía aceleradamente mientras Pía, con los ojos muy abiertos, buscaba un lugar para esconderse. Javier entró en la habitación, y su mirada fue directa hacia Pía. Durante un breve instante, el silencio se apoderó del espacio; luego, un destello de desaprobación oscureció sus ojos. “¿Qué te has puesto?” soltó en un tono que, aunque bajo, contenía una dureza que cortaba el aire. Mónica, con un instinto protector, se interpuso entre ellos, tratando de calmar la situación.
“Javier, solo está jugando, déjala ser niña por un rato,” intentó decir en un tono conciliador, aunque sabía que sus palabras no tendrían el efecto deseado.
Pero Javier no escuchaba razones. Sus ojos se posaron sobre Pía como si fuera una extraña en su propia casa, alguien que desafiaba su autoridad y sus principios. Sin embargo, en lugar de hablar directamente, se dirigió a Mónica, dejando ver la ira contenida. “No es suficiente con lo que te permito, ¿verdad?” murmuró, y Mónica sintió una mezcla de miedo y desesperación. Sabía que cualquier palabra de defensa sería inútil, que enfrentarse a él solo traería más consecuencias.
La tensión continuó en silencio, hasta que Javier dejó en claro su próximo paso. Decidió que vendería el auto de Mónica. Lejos de ser una decisión práctica, era una forma de castigo encubierto, una reprimenda silenciosa que le recordaba el control que ejercía sobre ella. “No necesitas el coche,” le dijo fríamente. “Tienes todo lo que necesitas aquí en la casa.” Para él, esta decisión no solo limitaba la independencia de Mónica, sino que también era un castigo simbólico por haber “fracasado” en criar a su hijo bajo sus propias expectativas.
La determinación de Javier era inquebrantable. En su mente, el hecho de que Pía se expresara de manera auténtica era una falta de disciplina, algo que, en su opinión, se solucionaría con más control y más normas. Sin embargo, este acto de represión solo fortalecía el lazo entre Mónica y Pía, quienes se refugiaban en su complicidad silenciosa. Mónica sabía que no podía oponerse abiertamente a Javier, pero encontraba formas sutiles de apoyar a su hija, de brindarle el respaldo y el amor que su padre le negaba.
Sara, la hija menor, parecía ser la única a quien Javier trataba con amabilidad. A sus dos años y medio, Sara era su “princesa”, y Javier la llenaba de atenciones y regalos. Mónica notaba la diferencia en el trato, y cada vez que veía a Javier acariciar el cabello de Sara o inclinarse para escuchar sus balbuceos, no podía evitar pensar en lo que Pía se estaba perdiendo, en el amor incondicional que su hermana recibía y que a ella se le negaba.
A medida que pasaban los días, Javier continuó distanciándose de Pía. Contrató a Verónica, una niñera, para cuidar a Sara mientras él y Mónica salían durante el día. Para Mónica, Verónica era una presencia incómoda, una constante que le recordaba las fisuras en su relación con Javier. Sospechaba que la relación entre Javier y Verónica iba más allá de lo profesional, pero sus prioridades estaban en otro lugar. Sabía que debía centrar su energía en proteger a Pía y en brindarle la fortaleza que necesitaba para enfrentar cada día.
Aquella noche, Mónica se acercó a la habitación de Pía. En la penumbra, vio a su hija en silencio, envuelta en sus pensamientos. Sin decir una palabra, se sentó a su lado y le tomó la mano. El simple contacto fue suficiente para transmitirle el apoyo que las palabras no podían expresar. Pía la miró, y en sus ojos Mónica vio un reflejo de la fortaleza que tanto admiraba. Sabía que, aunque el camino era duro, cada día era una oportunidad para fortalecer ese vínculo, para demostrarle a su hija que no estaba sola, que había alguien que la apoyaría sin importar las circunstancias.
Mientras la noche avanzaba, Mónica comprendió que en su hogar solo ellas podían crear un espacio seguro, una fortaleza donde Pía pudiera ser ella misma. Se prometió a sí misma que, algún día, encontraría la forma de liberar a sus hijos de aquel entorno controlado y rígido. Sabía que sería un camino largo y desafiante, pero estaba decidida a luchar, porque en los ojos de Pía veía una valentía que ella misma comenzaba a redescubrir.
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Flor🌹
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Confianza en el Abismo.
FanficConfianza en el Abismo relata la historia de un mundo alternativo donde Vanesa Martín es una abogada feminista y defensora de los derechos humanos, y Mónica Carrillo, una madre atrapada en una relación abusiva. Vanesa, marcada por su propio pasado d...