Capitulo 54: La Unión de los Hermanos Carrillo-Martin

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Los días pasaban y el hogar de Mónica, Vanesa, Pía, Sara y Matías vibraba de amor y alegría. Aquellos dos años se llenaron de momentos irrepetibles y recuerdos entrañables, como si cada día trajera consigo una pincelada más de felicidad, una nueva melodía en la sinfonía que componían juntos.

Sara, con sus 10 años, se había convertido en una niña segura, inspiradora y llena de luz. Su presencia en la escuela irradiaba confianza, y junto a su mejor amiga Luna, eran el centro de atención por su calidez y creatividad. Matías, el hermano menor, desarrollaba su amor por la naturaleza, explorando cada rincón del jardín con la curiosidad propia de su edad y la compañía incondicional de los tres perros de la familia: Camarón, Bruno y Carmela.

Entre ellos, los tres hermanos habían formado un vínculo irrompible, alimentado por risas y aventuras diarias, y siempre con la complicidad y el respaldo de sus madres, quienes no solo eran sus pilares, sino sus mayores admiradoras. Mónica y Vanesa, testigos de los primeros pasos y las primeras palabras, observaban ahora cómo sus hijos florecían cada día.

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Recuerdos Compartidos

Una tarde de primavera, los tres hermanos se encontraban en el jardín. Sara y Matías, armados con lupas y frascos, inspeccionaban las flores y las hormigas que recorrían la hierba. Pía, siempre atenta y cuidadosa, los seguía de cerca, sin perder la oportunidad de hacer alguna broma.

> —¡Mira, Matías! Esta hormiga está cargando algo diez veces más grande que ella —dijo Sara, asombrada, inclinándose hacia el suelo para observar mejor.

> —Quizás se está llevando comida para su familia, como nosotros llevamos comida a la mesa —respondió Matías, con una mezcla de inocencia y sabiduría.

Pía sonrió, sorprendida por la forma en que Matías relacionaba las cosas.

> —Eres todo un filósofo, Matías. Quién sabe, a lo mejor cuando crezcas descubres cómo piensan las hormigas y te vuelves el mejor amigo de todas ellas.

Matías rió con una carcajada contagiosa, que hizo eco en el jardín.

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Otro recuerdo traía una tarde lluviosa, cuando los tres hermanos se refugiaron en la sala de estar para construir una fortaleza de sábanas y almohadas. La lluvia golpeaba suavemente las ventanas, mientras ellos reían y jugaban como si el mundo se limitara a ese cálido refugio improvisado.

> —¡Sara, defiende la entrada, los dragones quieren entrar! —gritó Pía con voz épica, sosteniendo una almohada como si fuera un escudo.

> —¡No pasarán! —respondió Sara, arrojando cojines como proyectiles imaginarios.

Matías se unió al juego, sosteniendo una manta como capa, y corriendo de un lado a otro, sumergido en la fantasía de aquel reino inventado.

> —¡Soy el caballero más valiente! ¡Voy a salvar el castillo! —exclamaba Matías, riendo sin parar.

Las risas y los gritos llenaban el espacio, hasta que, agotados de tanta aventura, se dejaron caer en el suelo, mirando el techo mientras sus respiraciones se acompasaban.

> —¿Creen que un día construyamos un castillo de verdad? —preguntó Sara, su voz llena de esperanza.

> —Claro que sí, hermanita. Lo construiremos juntos, y será el castillo más bonito de todos —prometió Pía, dándole un apretón en la mano.


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Los días en el jardín se repetían una y otra vez, pero nunca eran iguales. Matías y Sara exploraban cada rincón, buscando piedras especiales, hojas con formas únicas o bichitos curiosos. Siempre acompañados de los tres perros, que parecían disfrutar de cada nueva travesura.

> —Mira, Pía, encontré una roca con forma de corazón —dijo Matías un día, mostrándole su hallazgo con ojos llenos de orgullo.

> —Eso es porque el jardín nos ama —respondió Pía, guiñándole el ojo—. Y nosotros amamos el jardín.

Una tarde, al caer el sol, los tres hermanos corrían descalzos por el césped, riendo y gritando en un juego sin reglas, donde lo único que importaba era la libertad de ser y estar. Los perros les seguían, ladrando y saltando, formando parte de aquel cuadro perfecto. El cielo se teñía de naranjas y rosados, y el aire se llenaba de esa calma particular que solo llega con el final del día.

Mónica y Vanesa, observando desde la distancia, sintieron una paz infinita. Tomadas de la mano, admiraban a sus hijos, creciendo juntos, descubriéndose y amándose como una verdadera familia. Verlos felices y en armonía llenaba sus corazones de gratitud y amor. Cada día parecía confirmar que, a pesar de los desafíos y de los momentos difíciles, habían construido algo hermoso y auténtico.

> —No puedo creer cómo han crecido —susurró Mónica, apretando la mano de Vanesa con ternura—. Recuerdo cuando apenas comenzaban a caminar y ahora los veo tan fuertes, valientes y felices.

> —Y tan seguros de sí mismos. Es increíble cómo se han convertido en un ejemplo para los demás —añadió Vanesa, con los ojos brillando de orgullo.

Se miraron, sus rostros iluminados por la luz del atardecer, y sin decir una palabra más, compartieron un beso lleno de amor y complicidad. Sabiendo que sus hijos estaban seguros y felices, se tomaron un momento para ellas, para recordar que también eran compañeras de vida.

Entre risas corrieron hacia la casa, entrelazadas de la mano, y se encerraron en su habitación. Al cerrar la puerta, el sonido del mundo exterior quedó en silencio, dejando espacio para la intimidad y el amor que las unía. En el cálido refugio de su habitación, se encontraron la una a la otra a través de besos, ropa desordenada y una desnudez entrelazando sus cuerpos envolviendo la habitación entre gemidos cálidos llenos de amor.

Amor con la certeza de que su familia estaba completa y que, después de tantos años, seguían siendo el hogar donde siempre podían descansar y renovarse.

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Flor🌹

Confianza en el Abismo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora