Sofás y notas de amor.

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—¡Asco! Ese mueble no, olvídalo, Yuta.

Se echó a reír como si acabara de escuchar el mejor chiste del día, mientras yo lo miraba con el ceño fruncido y el alma herida. ¿Ese sofá? ¿Café? ¿En serio? ¡Era el peor de todos los que podía haber señalado con su santo dedo! ¿Cómo demonios íbamos a tener un sofá café si yo mandé pintar las paredes de rosa pastel con acabado satinado y aroma a gloria celestial? ¡Por favor!

(Notarse la exageración por favor.)

—Linda, la casa ya estaba perdida desde que escogiste el rosa para las paredes —soltó Yuta con toda la calma del mundo, abandonando el sofá de la discordia.

Rodé los ojos mientras él se levantaba con esa gracia natural que tiene solo la gente insoportablemente guapa. Llevábamos siglos —o al menos eso sentía yo— deambulando por esta mueblería como dos fantasmas buscando paz eterna. Solo nos faltaba la sala. En las camas ya habíamos dado espectáculo: se le ocurrió la brillante idea de “probar” los colchones. Lo detuve justo cuando noté una cámara en el techo. Porque claro, aparentemente no íbamos a ser los primeros en tener esa idea revolucionaria...

Hasta ahora, no habíamos tenido conflictos decorativos, pues Yuta, con esa sonrisa celestial, había prometido que la casa sería como yo la soñara. Pero ay, los sofás. Ah, no, esos sí tenían que pasar por la Santa Inquisición de su juicio estético.

—Una casa toda blanca es súper aburrida, ¡tenía que tener color! —dije, defendiendo mi elección con el fervor de una artista incomprendida.

—¿Rosa? —repitió, alzando una ceja con esa expresión que usaba para arruinar mi entusiasmo.

—Sí —respondí, con el ojo ya temblando como si me estuviera dando un tic nervioso de puro estrés.

—Pues como tú lo veas —dijo Yuta, con ese tonito de sabio incomprendido—, pero si es gris, se le notarán muy fácil las manchas o las huellas.

—Te voy advirtiendo desde ya que no haremos nada en el sofá, Okkotsu.

—Yo no he dicho que serían de eso... —replicó, poniendo cara de ángel caído en desgracia.

Resoplé con el alma. No valía la pena discutir. Estaba convencida de que, en esta batalla decorativa, yo era la reina y él el bufón intentando sabotear mi trono tapizado en terciopelo gris.

Ignorando su existencia por un segundo —como toda heroína dolida debe hacer en algún punto—, señalé con determinación a la chica que nos atendía el sofá correcto (es decir, el mío). Ella lo anotó con una pereza monumental, claramente marcada desde el “incidente” en la sección de colchones. No la culpo: nadie se recupera rápido de ver a un par de locos debatiendo si era buena idea brincar en la cama king size como niños con azúcar en vena.

Yuta también estaba al borde del colapso. Vagaba por la tienda como alma en pena: suspirando, mirando vitrinas con la intensidad de un filósofo cansado de la vida, apareciendo de la nada para besarme como si estuviéramos en el final de una telenovela, o simplemente escapándose a la zona de niños.

Y allí lo tenías: el arcángel de los berrinches, sentado fuera del corral, mirando cómo los niños recibían dulces que él mismo compraba como tío consentidor. A veces jugaba con ellos, a veces los cargaba, a veces simplemente se quedaba ahí con esa sonrisa suya que derretía planetas.

No voy a mentir. Verlo así me enamoraba hasta la médula. Pero claro... luego mi mente traía a escena el fatídico nombre de Evangelin —¡maldita seas, Evangelin, aunque no te conozca!— y se me revolvía el estómago como leche al sol. Me mordía la lengua y me tragaba las mariposas.

꧁༒¿𝘗𝘳𝘦𝘰𝘤𝘶𝘱𝘢𝘤𝘪ó𝘯?༒꧂ Yuta Okkotsu Donde viven las historias. Descúbrelo ahora