Velas, miedos y un poco de amor.

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El aroma a pan me golpeó como si alguien me hubiera lanzado una nube de recuerdos felices directo a la cara. Tragué saliva. No quería levantar la mirada, pero ya sabía quién había llegado. El sonido de la puerta, el suspiro largo como de protagonista de drama coreano, y luego… él. El tonto más guapo del universo.

Me quedé sentada en la mesita de la isla, envuelta en su sudadera —esa que huele a él, maldita sea, ni eso puedo odiar—, viéndolo de reojo como si no me importara. Pero sí me importaba. Mucho. Maldito.

Entró con una bolsa de pan como si fuera el héroe de la película. Todo tranquilo, todo sonriente, todo perfecto. Lo odio.
Lo amo.

—Traje pan —anunció como si estuviera entregando el Santo Grial.

—¿Y quieres que te aplauda? —resoplé, cruzándome de brazos, pero sin dejar de mirarlo. No me mires así. No me sonrías. Ay, ya me sonrió. Listo. Estoy condenada.

—Tu favorito, bonita —dijo con esa voz de comercial de café carísimo y sonrisa de “sé que me perdonaste desde que viste la bolsa”.

¿Y lo peor? ¡Lo sabía!

—¿Tú cómo sabes cuál es mi favorito? —quise sonar ruda, pero creo que soné más como una niña mimada que no quiere admitir que su crush le trajo justo lo que quería.

—Obvio sé. El de canela. Le das tres mordidas seguidas como si fuera la última comida de tu vida —respondió, y sacó las tazas como si la cocina fuera suya.

Pero pues si, el pago todo, pero estaba a mi nombre, pero el pago todo.

—¿Me estás espiando? ¿Tienes una libreta de "hábitos extraños de la bonita"?

—Tal vez —se encogió de hombros mientras encendía la cafetera—. Pero es porque me encantas hasta cuando comes pan como gremlin.

Casi me atraganto con mi propio orgullo.

Me crucé de brazos de nuevo, más por defensa emocional que por otra cosa, y lo observé. Se movía por la cocina como si no hubiera dormido en el sofá, como si no me hubiera escrito una carta cursi que me destruyó el corazón en mil confetis, como si no fuera el hombre que amo.
Ups. Pensamiento traicionero. Borren eso. Nadie lo vio.

—Hoy el cielo está raro… como tú ayer —dijo, asomándose por la ventana—. Nublado, dramático, pero bonito.

—¿Me acabas de comparar con el cielo? —fruncí el ceño. No porque me molestara. Sino porque me encantó y no quería admitirlo.

—Sí, y también con este pan: suave por dentro, pero si te dejo sola, te pones tiesa y gruñona.

¡Le lancé un cojín! ¡Por el amor a Gojo, tenía que defender mi dignidad!

Por algo amaba definitivamente mis sillas con cojín en el comedor, buenas armas de ataque.

—¡Eres un imbécil!

—Pero soy tu imbécil —dijo entregándome una taza de café con la misma delicadeza con la que alguien entrega una joya valiosa. Y luego puso el pan en la mesa con una reverencia absurda—. Todo tuyo, reina del drama.

Rodé los ojos tan fuerte que casi me fui de espaldas.

—¿Sabes que me das ganas de aventarte la taza? —le dije, dándole un sorbo a su perfecto café. Maldito. Maldito perfecto, delicioso, lo amo, lo odio, lo amo otra vez.

—Sí, pero sé que no lo harás porque está lloviendo y si me muero, te quedas sola viendo pelis románticas sin mí.

Lo odié. Pero con ganas de abrazarlo.

꧁༒¿𝘗𝘳𝘦𝘰𝘤𝘶𝘱𝘢𝘤𝘪ó𝘯?༒꧂ Yuta Okkotsu Donde viven las historias. Descúbrelo ahora