Capítulo quince.

3.9K 277 15
                                    

Miré, con rostro inexpresivo, a las personas que caminaban por la ajetreada calle. No sentía nada, sólo un profundo vacío en mi pecho que se había instalado ahí desde que Nadia había cogido ese avión. Jamás pensé que me dolería tanto, pero después de tres meses sentía que ya me daba todo igual.

Escuché la suave campanilla que sonaba cada vez que la puerta de la cafetería se abría, y suspiré levemente antes de apartar mi mirada del cristal. Mi mirada viajó rápidamente por ella, por la mujer que tenía a mi hijo dentro... por Isabella. Todavía no podía creer que fuese a ser padre, pero las pruebas de paternidad así lo demostraban. Apreté levemente los labios, sin poder hacer nada. No pensaba rechazar a ese bebé, aunque sí podía castigarme a mí mismo por haber sido un puto inconsciente. Y un egoísta.

–Hola, Alex –dijo ella, con una leve sonrisa en los labios.

Llevaba el pelo rojizo recogido en un moño mal hecho, y sus grandes ojos verdes brillaban de una manera que todavía me ponían nerviosos, porque me recordaban a una chica que estaba muy, muy lejos de mí. Llevaba puesta una camiseta verde oscura de manga al codo que hacía resaltar su pelo; la falda negra hacía conjunto con la fina chaqueta que llevaba. Cuando ella se lamió los labios, nerviosa, tragué saliva y me obligué a mi mismo a poner una sonrisa en mi rostro.

–Hola, Isabella –le respondí, pidiéndole con un leve gesto que se sentara.

Ella se movió torpemente al sentarse y yo me lamí los labios cuando vi el pequeño bulto que había empezado a crecer en su vientre. No podía creer que iba a ser padre, me sentía confuso, algo furioso... Pero únicamente conmigo. Aunque no hubiese querido esto, no pensaba evitarlo. Cuidaría de él y le daría todo lo que pudiese darle, incluido el amor de un padre.

Mirando fijamente como Isabella pedía un té, le di un trago a mi café.

–¿Cómo está el bebé? –me obligué a preguntar antes de que me hundiese de nuevo en mis pensamientos. Dentro de poco iban a ser las vacaciones de invierno, y quizás... Agité levemente la cabeza y me concentré únicamente en Isabella– ¿El chequeo está bien?

Isabella asintió ligeramente, apartando sus ojos de mí. Cada vez que hablábamos del bebé, ella se comportaba de un modo extraño, tenso, y yo supe que era por la primera vez que nos habíamos encontrado justamente para esto.

Había sido una semana después de que Nadia se fuese, y yo todavía seguía inestable, así que cuando me pidió tener algo más a parte de una extraña amistad, me enfurecí. Le grité que no quería nada con ella, que todo había sido un error... Y todavía me maldecía por ello. Yo no era nadie para tratarla así, pero el dolor me había nublado la razón.

Maldita sea, echaba de menos a mi rubia. Quería verla, besarla, abrazarla... Pedirle perdón y resarcirla de cada una de las palabras que dije. Mierda, quería volver a tenerla junto a mí, aunque fuésemos sólo amigos.

De pronto, me di cuenta de que estaba ignorando a Isabella. La culpa me carcomió.

–El bebé está sano, Alex –dijo con la voz aguda, dándole un largo trago al té que le acababan de traer.

Fruncí el ceño al notar algo extraño en su voz. De pronto, me fijé en las marcas que lucía debajo de los ojos y en la palidez extrema de su piel. Inclinándome hacia adelante, llamé su atención para que clavara sus nerviosos ojos en mí.

–¿Qué es lo que te pasa, Isabella? –le pregunté seriamente, atravesándola con los ojos.

Ella se aclaró la garganta y sonrió de manera frágil antes de parpadear rápidamente.

–Estoy bien, sólo que... Llevar el peso de dos, cuesta –su sonrisa frágil aumentó y me miró con ojos nerviosos–. No he descansado muy bien últimamente, siento náuseas y vómitos, aunque el médico me ha dicho que es lo normal.

Fruncí el ceño, algo confuso. ¿Náuseas y vómitos? ¿Y eso es normal? Agité levemente la cabeza y asentí. Si lo decía el médico era por algo, ¿no?

–Está bien, Isabella –acepté, algo cansado. Suspiré y coloqué el dinero sobre la mesa para pagar las consumiciones–. Tengo que irme ya, ¿de acuerdo? Nos vemos la semana que viene... Si te ocurre algo, avísame.

Me levanté de la mesa y me acerqué a ella antes de obligarme a mí mismo a depositar un suave beso en su mejilla. Después de unas semanas había entendido que pagar mi frustración y mi dolor con ella no iba a llevarme a ningún sitio.

–Adiós, Alex –dijo ella con voz queda, sin levantarse todavía de la mesa.

Cuando salí de la cafetería, caminé hasta mi coche sin mirar atrás. No podía aguantar la mirada de Isabella, no podía aguantar que sus ojos me pidiesen más de lo que podía ofrecerle... Porque sólo había una mujer a la que le podía entregar mi corazón. Y ella, estaba demasiado lejos de mí.

* * * * * * * *

– ¡Es Navidad! –gritó de pronto una profunda voz al lado de mi oído. Pegué un grito cuando su voz resonó por mis tímpanos hasta el punto de hacerme estremecer.

Levantando la mirada de mis importantes apuntes, fruncí el ceño para atravesar con la mirada a aquel idiota que se había convertido en un punto inamovible de mi vida. Edwin llevaba un suéter rojo que hacía resaltar el rubio de su pelo y el azul de sus ojos. Poniendo los ojos en blanco, le lancé el bolígrafo a la cara a la vez que volvía a mis estudios.

–Vamos, ermitaña, diviértete un poco... ¡En una semana nos dan las vacaciones! Oh, dulces y bonitas vacaciones –canturreó él mientras se movía por mi habitación.

–Sí, Edwin, en una semana... ¡En una semana que tengo repleta de exámenes! –Le gruñí mientras él ponía cara de pánico–. Las personas normales y no superdotadas como yo necesitamos algo que se llama estudiar para aprobar.

Edwin puso una de sus carismáticas sonrisas que volvían locas a todas y cada unas de las mujeres de la Universidad, y se tiró sobre mi cama.

–No es mi problema que no sepas repartir bien tu tiempo de estudio... –dijo él, mofándose.

Entrecerré mis ojos hasta el punto de que se me hizo dificultosa la visión.

– ¿Cómo? –le gruñí, levantándome y acercándome peligrosamente a él–. Fuera de mi habitación Edwin Meller, o te juro que no respondo ante mis actos.

El alemán sonrió y me miró relajadamente desde mi cama. Sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca, ya estaba tirando de él hacia la puerta de mi habitación. Tras varios minutos de forcejeo conseguí sacarlo de mis dominios, cerrándole la puerta en la cara.

– ¡Pero qué agresividad! –Gritó Edwin mientras se reía al otro lado de la puerta. Yo sonreí divertida mientras resoplaba y me apoyaba en la puerta, escuchando lo que decía–: ¡Cuando quieras vivir un poco, llámame! ¡Todavía te queda una semana para disfrutar de Alemania antes de volver a casa!

Escuché sus pasos alejarse, pero toda la felicidad había desaparecido de mi rostro. Ahora, una amalgama de sentimientos se podía deducir en mis ojos, pues así es como me sentía: tenía unas tremendas ganas de volver a casa, de disfrutar con las broncas de mi abuela, de discutir con Sara, de reírme con Nerea, de burlarme con Mark... Y de ver a aquel hombre que me llevaba loca de amor y dolor.

Miré fijamente a la foto que tenía clavada en el corcho de la pared: la foto de Alex y yo. Se nos veía tan felices juntos, tan ignorantes de cómo habíamos acabado, que a pesar de ser un recordatorio constante de lo que había perdido... No quería separarme de aquella foto.

Porque con ella, me había hecho fuerte. Había aprendido a no llorar al ver su rostro, a no mostrar lo que sentía.

Cuando volviese a casa, todo iba a ser muy distinto.

Nuestra historia continúa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora