Capítulo veintiséis.

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Miré por última vez mi reflejo y mi labio inferior quedó enganchado entre mis dientes, con la indecisión nadando en mi estómago. Llevaba puesto el precioso vestido que Sara me había regalado para mi cumpleaños, y la tela roja se moldeaba a mi cuerpo con gracia y elegancia. Mis ojos viajaron por mis piernas hasta llegar a esos enormes tacones que habían acabado enamorándome a pesar del dolor que me causaban, y estaba decidida a aguantar con ellos toda la noche. 

Miré de nuevo mi rostro y me entregué a mí misma una sonrisa de ánimo, pues hoy era posiblemente una de las noches más importantes de mi vida... La primera noche que pasaría con Alex con normalidad después de tres meses, sin culpa ni dolor, y con la esperanza de poder arreglar todas las cosas que todavía no habíamos arreglado. Necesitaba pedirle perdón, decirle que me tendría ahí para él. Pasara lo que pasase.

Un suspiro salió de entre mis labios y agarré la chaqueta negra cuando oí el sonido del timbre. Tragando saliva y con movimientos lentos, caminé hasta la puerta de mi habitación donde me encontré con una alterada Sara. Mi mirada viajó por ella, y me mordí el interior de la mejilla para no reírme. Llevaba puesto unas graciosas zapatillas de andar por casa de color verde, unos leggins negros y algo rotos, una camiseta demasiado ancha de color blanco, y su pelo negro recogido en un moño mal hecho.

Y aún así, estaba demasiado guapa con su expresión de incredulidad.

–Oh Dios, está demasiado sexy como para salir con él sin querer comerlo –dijo ella en un rápido susurro, con una sonrisa triunfante. Su mirada viajó por todo mi cuerpo de tal manera que, si no hubiese sabido que tenía ella novio, me habría hecho sonrojar. Su sonrisa se tornó pícara–. Se le va a caer la baba en cuanto te vea, sí señor... Qué bien trabajo, por favor.

Puse los ojos en blanco ante su enorme ego, pero antes de que dijese nada ya me estaba empujando hacia el interior de la habitación. Cerrando la puerta con rapidez y cogiéndome el rostro con ambas manos, me miró fijamente durante largos segundos. Sus ojos celestes tras aquellas gafas de pasta negra brillaban de manera perversa. Parpadeé rápidamente, sintiendo mis nervios a flor de piel. Odiaba cuando me escaneaba de esa forma, como si pudiese leer cualquier pensamiento que tuviese.

–Sara me estás asustando, ¿pasa algo? –cuando me miraba durante tanto tiempo, me hacía sentir como un bicho raro.

–Relájate rubia mía, estás perfecta –su sonrisa se volvió dulce y yo casi bufé ante sus cambios de humor. Sentí sus manos deslizándose por los mechones lisos de mi cabello, y agradecí que me hubiese alisado el pelo horas atrás–. Sólo estamos esperando unos minutos aquí para que tu querido príncipe multimillonario se tense como una cuerda y piense que has querido huir –sonrió de manera inocente, y yo me eché a reír–. Tu pobre abuela tendrá que estar usando todo su arsenal para mantenerlo en la sala de estar. Bien. Todavía no le he perdonado cómo nos trató en su casa.

Yo negué con la cabeza mientras cogía el pequeño bolso.

–Eres demasiado mala, Sara –bromeé–. No tienes que ser tan rencorosa, te hace ver más fea de lo que eres.

–Estupideces.

Yo me eché a reír mientras ella me cogía de la mano y me llevaba hasta el piso de abajo; sin embargo, cuando pasé por delante de la puerta de Edwin y no oí ningún ruido, estuve a punto de parar para entrar. O lo habría hecho, si Sara no me hubiese detenido.

–Él no está, salió justamente después de que Alex llegara... Fue un momento incómodo, ya sabes, por eso de que se están peleando por ti –yo la miré confusa y sus ojos celestes brillaron irritados–. Y no te atrevas a decirme que no te has dado cuenta, porque es imposible. Se notaba a kilómetros que Edwin está enamorado de ti.

Mi garganta se apretó por sus palabras, pero todavía se apretó más cuando al llegar al recibidor él me miró. Todo pensamiento coherente salió disparado de mi mente, y lo único que pude hacer fue mirarle embobada. Él estaba aquí. De nuevo. Y vestido con esa camisa. Tragué saliva cuando sus azules ojos me escanearon de arriba abajo, con expresión hambrienta... Aunque yo no me quedaba atrás.

Esos pantalones se amoldaban demasiado bien a sus piernas, su pelo castaño cobrizo tenía aquel desorden tan perfecto y sus ojos brillaban de esa manera que me hacía estremecer y querer abalanzarme sobre él para mordisquearle su fuerte mandíbula. Y eso sin nombrar aquella maravillosa y tortuosa camisa negra, que se pegaba a sus brazos y su pecho de manera tan natural que estaba deseando quitársela para poder disfrutar de él de nuevo.

Me sonrojé por la desviación de mis pensamientos, y apreté mi abrigo contra mí. Lanzándoles una rápida mirada nerviosa a Sara y mi abuela –que se habían posicionado a varios metros de nosotros, mirándonos como dos brujas perversas–, ellas asintieron a la vez y desaparecieron dentro de la sala de estar, dejándonos solos.

En ese instante no me pregunté nada, ni siquiera sabía si estaba respirando. Lo único que me importaba era tenerlo delante de mí, y la profundidad de su mirada era tal que me estaba costando un mundo el no apartar la mirada de sus ojos. Realmente ni aunque hubiese querido, hubiera podido hacerlo: él era demasiado absorbente, demasiado tentador. Y yo caía con facilidad cuando se trataba de él.

–Estás preciosa –su voz ronca envió pequeñas descargas por todo mi cuerpo; me sonrojé al instante y agaché la cabeza para ocultarme detrás de mi pelo–. Mírame Nadia, déjame verte.

Mi corazón se aceleró cuando le escuché demasiado cerca de mí. Obedeciéndole, me quedé prendada de sus maravillosos ojos y de la profundidad de su voz.

–Mi chica hermosa –dijo con una pequeña sonrisa, pasando la mano por mi mejilla. Mi respiración se había vuelto superficial, y aunque intentaba crear alguna frase con sentido, no lo conseguía–. Estás tan bonita que no sé cómo voy a mantenerme lejos de ti toda la noche. 

Mi sonrojo aumentó y me mordí el labio inferior, frunciendo el ceño levemente.

–Creo que podríamos tener una bonita cena privada en tu ático nuevo –las palabras salieron de mis labios incluso antes de que las hubiese procesado. Cuando observé como su sonrisa se transformaba en una totalmente divertida, me quise morir de vergüenza–. O quizá no.

Él se rió entre dientes, con sus ojos brillando de manera juguetona, y me cogió el rostro con delicadeza antes de posar un pequeño beso en mis labios. Sólo fue un pequeño roce, pero creó tal necesidad en mí que sin darme cuenta mis manos acabaron apresando la tela de su camisa con desesperación, mi cuerpo alzándose en busca de más. 

–No me tientes, rubia –la forma en que decía aquella palabra me quitaba el aliento–. Tenemos mucho de lo que hablar esta noche, y sé que no podré hacerlo si sigues provocándome así. Compórtate, ¿eh?

Yo apreté los labios en una fina línea de disgusto cuando él se separó de mí, lamiéndose los labios de manera lenta. Yo me mordí el labio inferior, pues sabía que le provocaba cuando lo hacía y él frunció el ceño levemente. Sonreí.

–¿Nos vamos? –pregunté inocentemente, abriendo la puerta de salida y saliendo delante de él.

–Provocadora –le oí susurrar con irritación mientras me seguía.

Mi cuerpo se calentó y me mordí el interior de la mejilla para no reír de pura felicidad. Por fin, después de casi tres meses de sufrimiento, nuestra historia continúa.

Nuestra historia continúa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora