Capítulo treinta y seis.

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Llegamos al hospital, y sentí que mi corazón se hundía cada vez más en mi pecho a cada segundo que pasaba. Alex estaba tenso mientras agarraba mi mano con firmeza y miraba fijamente la pequeña pantalla del ascensor, que parecía subir lentamente. Era una agonía.

A mi izquierda, el señor Grey tenía una expresión neutral, a pesar de que sus ojos grises brillaban con inteligencia y sentido. Mirando a su nieto, sus ojos se empañaron con una leve tristeza que sólo la madurez y el paso del tiempo pudo otorgarle: él sabía que era altamente imposible que Isabella sobreviviese a esta guerra interior. Sus ojos lo decían, pero sus labios se mantenían sellados en un intento desesperado por no herir a Alexander. Sin embargo, cuando su penetrante mirada se clavó en mí, la leve negación de su cabeza confirmó mis sospechas.

Isabella iba a morir... el bebé iba a morir.

Sentí la injusticia clavándose en mi pecho a la vez que mis ojos se humedecían. Esto iba a arrancarle un trozo de alma a Alexander, él jamás iba a perdonarse esto... a pesar de que él no tenía nada de culpa. No obstante, iba a intentar que su dolor fuese el mínimo... porque me iba a destrozar verle herido.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Alexander tiró de mi mano hasta el exterior y caminó a rápidas zancadas hasta la sala donde había estado Isabella. Encontrándola vacía, él maldijo con fuerza  y, soltándome de la mano, golpeó con fuerza la pared.

  –¡Alex! –grité horrorizada, sabiendo que sus nudillos iban a amoratarse. Le cogí la mano y la apreté con fuerza para que no volviese a golpearse; tirando levemente de él, le obligué a apoyar su espalda en la pared mientras examinaba rápidamente sus enrojecidos nudillos. Apreté los labios en una fina línea mientras él se llevaba la mano libre a la cabeza, despeinando su pelo mientras susurraba palabras que no conseguía entender. Sus ojos estaban fuertemente cerrados mientras apoyaba la cabeza en la pared–. No te hagas esto, Alex, por favor. Tienes que calmarte y...

  – ¿Calmarme? ¡No puedo calmarme! –gritó furioso mientras quitaba su mano de entre las mías con un rápido tirón. Me sentí herida por sus palabras hirientes, y parpadeé rápidamente para contener las lágrimas– ¡¿Es que no lo entiendes?! 

  –Alexander –dijo de pronto Christian desde la puerta, mirando a su nieto con el ceño fruncido y una expresión imperiosa–. Basta. Ella no tiene la culpa de nada... y tú tampoco. Voy a buscar al médico.

Cuando nos dejó a solas, Alexander cerró los ojos con fuerza e inspiró lentamente. Segundos después, me miró arrepentido y se acercó a mí mientras la culpa empañaba su rostro.

  –Lo siento nena, no debería haberte gritado –susurró mientras me apartaba el pelo de los hombros y dejaba un suave beso en el borde de mi mandíbula. Cerré los ojos mientras él me abrazaba y seguía hablando entre susurros, con la voz ronca por la preocupación y la desesperación–. Esto me está destrozando, Nadia. No quiero que ese bebé muera, ni tampoco Isabella y... Maldita sea, sé que es casi imposible que sobrevivan. Y ahora mismo sólo puedo pensar en que, quizá si hubiese investigado más sobre ella, podría haberla ayudado a tiempo. 

Negué rápidamente con la cabeza, y le abracé con fuerza mientras hundía mi rostro en su cuello. El olor de su colonia me envolvió, y tragué saliva para que mi voz no saliese entrecortada.

  –Tú no tienes la culpa de nada, Alexander –dije suavemente, mi respiración golpeando contra su cuello–. Fue Isabella quien decidió no contártelo, quien arriesgó su vida y la de su bebé al máximo. Tú no puedes ni podías hacer nada, y ella... Ella se equivocó al no confiar en ti. 

No intenté darle esperanzas sobre la supervivencia de Isabella. La última vez que la había visto, su rostro cansado demostraba lo mal que estaba, y no quería darle falsas expectativas a Alexander. Sin embargo, lo que sí podía hacer era ayudarle a pasar todo esto.

Por eso, cuando nos separamos, agarré de nuevo su mano y le di un largo y profundo beso, que me respondió con ansias. Al separarnos de nuevo, él suspiró y asintió cuando le dije:

  –Vamos con tu abuelo, Alex.

* * * * * * * * * * * *

Observé como Alex caminaba de un lado para otro en el enorme pasillo, mientras esperaba que el médico jefe que el señor Grey había contratado para Isabella apareciese. Yo estaba sentada en una de esas incómodas sillas de plástico rojo, mientras que el señor Grey hablaba con uno de los enfermeros sobre el estado de Isabella y el bebé.

 Cerré los ojos con fuerza mientras sentía un ramalazo de cansancio recorriendo mi espalda, y me mordí el labio para no bostezar. Habían pasado varias horas desde que habíamos salido de la fiesta, pero la preocupación por todo esto había estado manteniéndome despierta hasta ahora. 

Levantándome para intentar despejarme, le dije a Alex que iría a por un café, y eché a caminar lentamente por el pasillo. Mientras lo hacía, miraba los rostros de las personas que estaban allí, esperando exactamente como yo, y me pregunté el por qué estaban sentados en aquellas salas. No obstante, me mantuve en silencio mientras buscaba una de las máquinas; cuando llegué a la que había en esa planta, mi estómago se apretó cuando vi a una mujer pelirroja agachada, recogiendo el café con una mano temblorosa. 

Cuando se irguió y me vio, sus ojos se empañaron y los míos le imitaron. Sin decir nada, ella caminó hasta mí y la abracé a pesar de que sólo la había visto una vez: era Marisa, la hermana de Isabella.

Sin decir nada, estuvimos así varios minutos mientras ella se desahogaba sobre mi hombro. No era capaz de entender el dolor que debía estar pasando, pero la incertidumbre de saber si tu hermana iba a morir o a vivir era algo que me hacía estremecer.

  –Lamento todo esto, Marisa –le susurré cuando ella se separó de mí–, sé que debes estar pasando un infierno ahora mismo.

Ella no respondió, pero lo entendí. Dejando que se apoyara en mí, volvimos hasta el mismo lugar donde estaba Alexander, con el deseo del café olvidado. Cuando vi a un enorme doctor con una bata blanca mientras negaba con la cabeza, mi estómago se encogió al oír sus últimas palabras:

–Lo siento, no hemos podido hacer nada para salvarlos. 





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