–¿Hola? ¿Es que nadie me escucha? –Pregunté indignada mientras intentaba caminar rápidamente sobre el asfalto, subida en aquellos tacones que Sara me había dado y obligado a ponerme. No entendía cómo podía tener tanta fuerza y tanto equilibrio, a la vez que se agarraba al brazo de Edwin.
Ambos caminaban delante de mí, agarrados del brazo, mientras que Sara tiraba de mi mano para que no se me ocurriese echar a correr en dirección contraria. Bueno, viendo los preciosos –y letalmente altos– tacones, era imposible que pudiese correr; ya me costaba caminar.
– No, Nadia, no te escuchamos ni lo vamos a hacer –sentenció Sara, sin mirar hacia atrás. Me sentí frustrada.
–Entiendo que queráis salir a divertiros, pero yo llevo una semana llena de exámenes y un larguísimo viaje en avión sobre mis espaldas. No entiendo por qué no me dejáis en casa, descansando –me quejé mientras fruncía el ceño.
Edwin miró sobre su hombro y sonrió divertido.
–Yo también he pasado por lo mismo que tú, Nadia –se burló él–. Y no voy a descansar hasta que colapse por alcohol. Lo tengo decidido.
Puse los ojos en blanco y estuve tentada de golpearle con el minúsculo bolso en el que únicamente cabía mi teléfono móvil y varios billetes.
–¿Que has pasado lo mismo que yo, dices? ¡Pero si no te he visto tocar un libro en los tres meses que te conozco, idiota! –le gruñí, enfadada con la vida. Aquel playboy alemán, de sonrisa fácil y ojos penetrantes, era además un maldito superdotado. Y según las chicas de la residencia de estudiantes... era superdotado en más de un sentido. Hice una mueca–. Además hace frío y no...
–¡Vamos, Nadia! –se quejó Sara, parándose y mirándome con aquellos ojos celestes. Iba a recibir una bronca, y sabía que ella iba a acabar ganando–. Llego tres meses sin estar contigo, ¿por qué te quieres quedar en casa, en vez de ir a celebrarlo? Te conozco lo suficiente como para saber que no estás cansada, al menos... no lo suficiente. Así que, ¿me puedes decir qué te pasa?
Yo me quedé en silencio, viendo como aquel par de ojos me miraban fijamente, en busca de respuestas. Sentí un peso en mi estómago cuando recordé la cara fatigada de mi abuela, y el miedo empezó a recorrerme de nuevo. Lo admitía, tenía miedo por mi abuela. No quería dejarla sola, pero sabía que si se lo decía a Sara se preocuparía, y ella merecía pasar unas Navidades perfectas... Por otro lado, Edwin había venido por primera vez aquí, y tampoco merecía que le estropeara las fiestas con preocupaciones que no le incumbían. Suspiré y negué con la cabeza.
– Nada, Sara, perdona –dije, poniendo una sonrisa. Agarré su mano y miré a Edwin con una ceja alzada–. Vas a ver cómo se divierten los de aquí, alemán. Prepárate.
Y de algún modo, mientras caminábamos hacia el enorme barullo que había en la entrada de un local, con la música resonando incluso fuera de este, sentí que las sonrisas felices de Sara y Edwin consiguieron distraerme... aunque fuese por unas horas.
* * * * * * * * *
Paseé mi mirada por la mesa con la expresión seria que ya me caracterizaba. Era sábado, así que como era ya una tradición, toda la familia Grey estaba reunida en el comedor de la enorme casa de mis padres.
Mi tía estaba sentada a la mesa, con su largo pelo negro recogido en un moño sencillo. Sus grandes ojos grises sonreían mientras hablaba con mi madre, que se había vestido de manera sencilla pero elegante, y con mi abuela Anastasia que era sin duda una belleza de mujer, se pusiera lo que se pusiese.
Al otro lado de la mesa, mi padre y mi tío hablaban de negocios –de serios negocios–, pero sin embargo les oía reír de vez en cuando, y aunque me esforzaba al máximo por entender lo que decían, no tenía ni ganas ni fuerzas para hacerlo.
Mi mirada cayó de pronto sobre Triana, mi pequeña prima –que ya no era tan pequeña–, pero que se había convertido en una preciosa adolescente de dieciséis años. Era tan bella como su madre, y tan amable como mi abuela. Observé como hablaba con mi pequeño ángel, Nerea. Aquella niña de pelo castaño y ojos de oro se había vuelto un pilar sólido, que, sin saberlo, conseguía mantenerme en pie incluso en estas circunstancias.
De pronto, sentí un leve picor en mi nuca y cuando me di cuenta de por qué, bajé mi mirada hacia mi plato vacío. Mi abuelo Christian estaba atravesándome con aquellos ojos grises, pero por algo que no sabía explicar, no tenía fuerzas para aguantar su mirada. Por primera vez en mi vida, bajé la mirada e intenté aparentar que no me había dado cuenta de que sus ojos me gritaban algo que no podía entender.
Un silencio sepulcral se extendió por la sala cuando uno de los móviles sonó. Mirándose extrañados –ya que era demasiado tarde para recibir cualquier llamada– supuse que era el teléfono de mi madre, que la llamaban del hospital para alguna urgencia. La sorpresa me atravesó cuando me di cuenta de que era mi telefóno.
Cuando saqué el móvil y miré la pantalla, no pude creérmelo. Lo cogí al instante mientras me levantaba de la mesa y salía al pasillo, para tener mayor intimidad.
–¿Nadia? –pregunté incrédulo, con la esperanza creciendo a pasos agigantados en mi pecho.
–¿Alex? ¿Eres tú? –preguntó ella, con la voz ronca. Se escuchaba la música de fondo, tan fuerte que a malas penas podía entender lo que decía– ¿Por qué me llamas, quieres hacerme sufrir?
Fruncí el ceño mientras oía su tono lastimero y al instante fruncí el ceño. Ella estaba jodidamente borracha. Mierda.
–Nadia, ¿dónde estás? –pregunté con los puños apretados, sintiendo ganas de gritar. Era una maldita inconsciente. ¿Cómo se ponía a beber, con lo mal que asimilaba el alcohol?
–En un baño muuuy sucio –dijo ella, riéndose. Escuché como cogía una gran bocanada de aire y prosiguió con voz triste–. Creo que he perdido un pendiente. Sara se va a enfadar, Alex, eran suyos...
–Nadia –dije lentamente, apretando mi mano libre contra mi frente. Tenía los ojos fuertemente cerrados, intentando no imaginar todo lo que le podría pasar–. ¿Cómo se llama el local?
–No lo sé –dijo ella, algo confusa–. Pero tiene un enooorme cartel verde, parpadeante... Es bonito, parece de prostíbulo. Quiero uno Alex, así quizás te decidas venir a por mí la próxima vez que quieras tirarte a alguien...
Inspiré con fuerza y me pasé la mano por el pelo, recordando la localización del local e intentando ignorar lo que había dicho. Me centré en lo que ella había dicho sobre el cartel, y sentí alivio cuando recordé. Había estado varias veces allí cuando era joven, podría llegar en media hora si no encontraba tráfico en el camino.
–Nadia, escúchame bien. No te muevas de allí, ¿me has entendido? Voy para allá. No-te-muevas.
Ella se rió con fuerza.
–¡Sí, señor! ¡Capitán, señor! –se burló ella, haciéndome enfurecer. Un gruñido salió de mi garganta cuando ella susurró mi nombre, lentamente–. Alex... quiero hacer pipí. Tráeme papel, ¿sí?
Ni siquiera quise contestar a eso. Colgué rápidamente, no sin antes recordarle que no se tenía que mover de allí.
Cuando entré de nuevo en el salón, me lancé hacia la chaqueta de mi padre ante las miradas sorprendidas de los demás.
–Nadia está borracha, en el baño de un puto local –ni siquiera intenté disimular mi enfado cuando mi hermana se tapó la boca ante la palabrota que había dicho–. Necesito tu coche, papá. Voy a ir a por ella.
Mi padre asintió, algo confuso, pero no pude evitar notar las miradas que mis abuelos se dirigían. Los ojos de mi abuela brillaban divertidos, pero los de mi abuelo tenían un brillo de ironía que, aunque quise entender, no pude. Y tampoco me importó.
Lo único que quería ahora mismo es tener a Nadia frente a mí, y asegurarme de que estaba bien. Resoplando y con un cabreo monumental, salí casi corriendo de la enorme casa.
Recordando la conversación que había tenido con Nadia minutos antes, gruñí. Aquella mujer iba a volverme malditamente loco.
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Nuestra historia continúa.
RomanceUna decisión que cambiaría mi vida; una decisión que sin duda lo haría. Mi futuro o mi corazón. Mi sueño o Él. Decidir, dejar y olvidar. Tres cosas que debía hacer, y en menos de dos meses. ¿Sería capaz Alexander de perdonarme? ¿Sería yo capaz de...