Capítulo treinta y siete.

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Me eché agua en el rostro mientras recordaba el íntimo funeral que había recibido Isabella horas atrás. Había sido una mañana fría, con el sol escondido tras las nubes como si supiera que hoy no era un buen día para brillar... Sin embargo, había echado de menos su abrazo cálido mientras nos despedíamos de una mujer que sólo había querido proteger y cuidar a su hijo... a pesar de que no lo hizo del todo bien. Suspiré.

Habían pasado tres días desde que el médico confirmó la muerte de Isabella y su bebé. A pesar de que Christian había contratado a los mejores médicos, no pudieron hacer nada. Según dijo aquel hombre que nos había dado la noticia, el tumor había estado demasiado extendido y si hubiese sobrevivido las secuelas habrían sido demasiado severas. Además, su condición de embarazada no había ayudado para nada la delicada situación. Estremeciéndome de pena, escondí un mechón de mi pelo tras mi oreja y caminé hasta el salón del hogar de los Grey. 

Allí estaban todos reunidos, con rostros serios y tristes mientras los sollozos de Marisa rompían el silencio. Alex estaba abrazándola con la mirada perdida y unas profundas ojeras, y se me apretó el corazón cuando vi la culpa todavía grabada en sus ojos. Apreté los labios para no gritarle que él no era culpable de nada.

Cuando me vio, su expresión se volvió anhelante de calor. Acarició el pelo de Marisa y se separó de ella mientras la dejaba que se abrazara a Aria. Mirándola momentáneamente, sus ojos dorados me rogaron que ayudase a Alex, que le hiciera recapacitar... Y eso era exactamente lo que quería hacer, aunque no sabía cómo.

Cuando él llegó a mí, le cogí de la mano y lo llevé hasta el jardín ante las miradas penetrantes de su familia. Cuando estuvimos solos y lo bastante lejos para que no pudieran oírnos a través de la puerta de cristal abierta, fruncí el ceño.

 –Deja de pensar en eso, Alex –le ordené con voz temblorosa mientras su mirada triste se fijaba en mí. Por primera vez, encontré una de sus expresiones que me dolía más que su rostro serio: su tristeza. Sus ojos azules estaban apagados, sus labios tensos en una dura línea de culpabilidad. ¡Maldito fuera él, por echarse las culpas!–. Tú no has sido el culpable de nada, por favor sólo...

–Nadia –me interrumpió con voz ronca–. Lo sé. Sé que yo no tuve la culpa, pero me sigo sintiendo así. Isabella había estado durante cuatro meses bajo mi cuidado. Yo sabía que estaba débil, pero ella me decía que era algo normal y yo no me preocupaba más... ¡Porque una parte de mí no quería hacerlo! ¡Le echaba la culpa por tu marcha, por haberme engañado, por todo! ¡Por eso no la cuidé como debía, por eso ella ahora ha muerto!

 Sentí tanta ira recorriéndome en ese momento, que no fui consciente de que le había abofeteado hasta que la marca de mi mano brilló de manera rojiza sobre su mejilla. El chasquido del golpe creó un silencio duro y pesado, pero no había vuelta atrás. 

Apartándome las lágrimas de los ojos, le insulté varias veces antes de decirle lo que pensaba:

  –Tú no tienes la culpa de nada, estúpido. Isabella te engañó, te utilizó, no se preocupó por lo que tú querías o por cómo te sentías. Ella tenía un motivo, sí. ¡Pero eso no justifica todo lo que nos hizo! –le grité de vuelta, apretando las manos en puños mientras lloraba–. Puede que no te preocuparas tanto por ella, pero... ¡Ella era la que tenía la enfermedad, la que tendría que habértelo contado y la que se equivocó en todo! ¡Tú no puedes culparte por sus errores, maldita sea! ¡Ella quiso utilizarte, y lo hizo mal! Y tú, tonto, ahora estás sufriendo porque ella ha muerto. ¿Y cómo crees que me sienta eso? ¡En veinticuatro horas me tendré que ir, Alexander! ¡Volveré a Alemania con el recuerdo de tu rostro triste y culpable, sabiendo que tendré que esperar otros tres meses para poder verte de nuevo! 

Cuando terminé, su rostro estaba desencajado y su piel más pálida de lo normal. Sentí como mi estómago se encogía al ver la huella de mi mano sobre su mejilla, pero sobre todo por ver su expresión perdida y casi desesperada.

–¿Te vas? ¿Mañana? –su voz salió entrecortada, y yo asentí lentamente mientras me apartaba las lágrimas y me maldecía interiormente por habérselo dicho de esta manera tan brusca–. No puede ser, Nadia. No tan pronto, no ahora. Maldita sea, no te vayas otra vez.

Mi corazón sangró al escuchar su voz desesperada, y yo sentí exactamente lo mismo que él. Sin embargo, no podía dejarlo ahora. No cuando me había costado tanto conseguirlo, cuando había pasado días enteros estudiando día y noche. 

  –No puedo dejarlo ahora, Alex –susurré con nuevas lágrimas en mis ojos–. Me iré mañana por la mañana y... quiero irme con el recuerdo de una de tus sonrisas. Por favor.

Él jadeó incrédulo y negó con la cabeza mientras me agarraba del brazo y me pegaba a él, abrazándome con fuerza y pegando sus labios en mi cuello. Me estremecí con fuerza cuando su susurro lento y profundo caló hasta lo más profundo de mí.

– ¿Sonreír? –dijo con voz irónica, dolida–. Llevo los tres peores días de mi vida sobre mi espalda, y justamente cuando me abres los ojos con esa lengua tan afilada que tienes, ¿me dices que te vas a ir de nuevo? No me jodas Nadia, no puedo dejarte ir ahora. No soporto estar separado de ti, joder.

  –Alex –le supliqué con la voz, intentando contener las lágrimas–. No... 

Comencé a pedirle que no dificultara más esto, pero sus labios acabaron profundamente anclados a los míos. Largos y perfectos segundos en los que disfruté de sus labios y de él. Cuando nos separamos, su mano estaba enterrada en mi pelo y sus ojos clavados en los míos. Los amé todavía más cuando se humedecieron levemente. 

  –No me dejes solo de nuevo, Nadia –su súplica fue como una daga clavada en mi corazón, pero sabiendo que no podía cumplir con lo que me pedía, simplemente le abracé con fuerza y le besé de nuevo, intentando memorizar el sabor de sus labios antes de marcharme de nuevo.

* * * * * * * * * * *

Medianoche de ese mismo día. 

  –No puedo hacer nada para que te quedes, ¿verdad? –preguntó Alex de nuevo, rompiendo aquella atmósfera tranquila que habíamos conseguido crear a pesar del dolor que llevábamos por ese día. Suspiré y hundí mi cara en su pecho desnudo, mientras me pegaba a su cuerpo y apretaba las sábanas entre mis manos.

Tras una tarde de despedidas y llantos, finalmente habíamos podido conseguir nuestro momento de intimidad y habíamos acabado acostados en la cama de su habitación, arrebujados entre las sábanas mientras hablábamos de todo y de nada, evitando los temas dolorosos... como el que él acababa de sacar. Evitando mirar sus penetrantes ojos azules, susurré lo que llevaba repitiendo durante todo el día:

–Sabes que no puedo, Alexander –le dije con voz rota, deseando quedarme pero sabiendo que jamás me perdonaría por haber dejado todo por lo que había peleado. Posando mi barbilla sobre su pecho, miré hacia su rostro con una sonrisa que intentaba darle unos ánimos que realmente no sentía–. Sólo serán unos meses, ni siquiera notarás que me he ido. 

No obstante, mis ánimos parecieron ensombrecer todavía más su expresión. El ceño se hizo presente en su rostro y yo me encogí interiormente, sabiendo que su respuesta no iba a ser buena.

  –¿Que no lo notaré? –preguntó irónico, abrazándome con más fuerza mientras respondía entre dientes–. Ya lo estoy haciendo, maldita sea, y ni siquiera te has ido.

Cerré los ojos y negué con la cabeza. Si seguíamos así, íbamos a discutir... Y estaba segura de que no quería irme de nuevo con el corazón roto; por eso, me alcé un poco y le besé en los labios profundamente, con lentitud, saboreando el momento.

Cuando el beso se tornó más posesivo, me dejé llevar por el torrente de sensaciones que despertaba en mí y disfruté de aquella última noche que tendría con él... hasta que pasaran varios y largos meses. 


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