Capítulo trece.

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Me llevé las manos a los bolsillos mientras observaba a la enorme multitud corriendo de un lado para otro. Muchas de las personas arrastraban tras ellos su equipaje, otros se abrazaban en medio de aquel caos de personas, y otras, como yo, esperaban a que esa persona cogiese un avión y se alejase de ellos.

Aunque pensándolo bien, ellos no eran como yo. Ellos podían abrazar a las personas que se iban a ir, podían besarlas, decirles que las querían... Pero yo no. Yo sólo podía observar desde lejos, mientras me odiaba por todo lo que había hecho, y que me había acabado alejando más de ella de lo que nunca un avión lo habría podido hacer. Estaba parado en medio de la multitud, con la cabeza gacha pero con la mirada fija en la única persona que me importaba, a la única a la que amaba: Nadia.

La vi arrastrar una enorme maleta azul, mientras caminaba junto a Kristina y Sara. Ambas parecían estar intentando contener las lágrimas, pero en cuanto Nadia se paró para despedirse de ellas, Sara se echó a llorar y la abrazó con fuerza.

Se me rompió el corazón al verlas llorar, pero se me hizo aún más duro el saber que no podía hacer nada para ayudarla. Para reconfortarla... Porque yo era su principal dolor.

Lo había hecho tan mal, había sido tan jodidamente egoísta, que al final por intentar hacer algo bueno para ella habia acabado cagándola.

La miré con desesperación mientras apretaba con fuerza el papel que tenía guardado en mi bolsillo, la primera prueba de que había estado enamorado de ella desde incluso antes de saberlo: su retrato. El retrato que dibujé de ella sin pensarlo, en aquella clase del Instituto hace dos años atrás. Aquel fue el primer dibujo que hice de ella, y el más importante para mí... Porque era Nadia.

Inspiré con fuerza para contener las ganas que tenía de correr hacia ella y besarla. De pedirle perdón, de que se quedase... ¿Pero con qué derecho? En una sola noche había acabado destrozándolo todo, y ni siquiera recordaba qué había pasado, ni cómo había sucedido.

Cuando aquella mañana -justamente la de hoy-, se había presentado ante mi puerta la exótica pelirroja de hace unos meses, con un rostro pálido y una prueba de embarazo en las manos, no me lo podía creer. Mi mundo se había caído al puto suelo cuando Isabella dijo, sin ninguna duda en la voz, que aquél niño era... Mío.

Un hijo. Iba a tener un hijo... Con una persona que no conocía de nada. Con una mujer que no amaba. Con alguien que no era Nadia. Los ojos se me llenaron de lágrimas pero me negué a dejarlas salir.

El dolor me inundaba mientras Nadia abrazaba a su abuela. Mi preciosa chica estaba llorando sobre el hombro de su abuela, y eso me hacía querer morir. Dios. ¿Por qué me torturaba así? ¿Por qué volvía a acercarme a ella si sabía que ya no podía hacer nada?

De pronto, ocurrió algo que no sabía cómo calificar, pero que sentí como una descarga eléctrica: cuando Nadia se alejó de su abuela, deslizó la mirada por la multitud y... Me encontró. Sus grandes ojos verdes se clavaron en los míos y por primera vez en semanas, me volví a sentir vivo. Las lagrimas corrían por sus mejillas, y estaba seguro de que mis ojos reflejaban el dolor que sentía en ese instante... Y que aumentó cuando se giró, apartando su mirada de mí.

Observé, mudo de dolor, como ella se marchaba lentamente... Y desaparecía.

La perdí...

Me repetí lentamente, sintiendo un profundo vacío en el pecho, ya sin poder contener las lágrimas. La había perdido, y el último recuerdo que tenía de su rostro, era el reflejo del dolor y la traición. De la rendición.
Cerrando los ojos, lo comprendí. Ella... Ya no iba a esperar por mí.

De pronto, oi por megafonía como anunciaban que el vuelo de Nadia estaba a punto de despegar. Mi estómago se apretó.

La he perdido.

******

Llegué a la residencia de estudiantes con el corazón en la mano. Jamás se me había dado bien conocer a nuevas personas, y mucho menos teniendo mi actual estado de ánimo.

Las despedidas con Sara y mi abuela habían sido como había predicho: un desastre emocional en las que había acabado llorando como una niña sobre el hombro de mi abuela.

Sin embargo, ver a Alex entre las personas, con los ojos llenos de lágrimas y rojos, había sido más de lo que podía resistir, y había salido corriendo de allí.

El viaje había sido largo y silencioso, y me había pasado la mayor parte del tiempo torturándome con lo que había ocurrido esta mañana.

La preciosa pelirroja debía ser ella. Con la que Alex se había acostado... La misma noche que me dejó. Cerré los ojos y suspiré, sintiendo unos celos corroer mi estómago.

Continente nuevo, vida nueva... Me repetía una y otra vez, con los ojos cerrados y la cabeza gacha, en frente de la puerta de la residencia.

- ¿Vas a entrar, o te vas a quedar ahí? -preguntó a mis espaldas una profunda voz en alemán. Me sobresalté, abriendo los ojos y girándome, algo avergonzada.

Me quedé inmóvil y muda, algo sorprendida al ver a un enorme chico delante de mí. Era tan alto que incluso podía asegurar que era algo más alto que Alexander, pero no mucho más. Su cabello corto era de un rubio platino, y sus ojos azules reflejaban una felicidad digna de un niño pequeño y travieso. Su sonrisa era amplia y divertida, y yo me quedé algo confusa cuando él repitió la pregunta... Hasta que lo entendí.

Estaba parada delante de la puerta, con mi maleta molestando el paso. Me sonrojé y me aparté ligeramente, susurrando una disculpa. Jamás había hablado alemán con alguien que no fuese mi abuela, y estaba algo incómoda.

El chico pareció notarlo y su sonrisa aumentó.

-Me llamo Edwin -se presentó, colocándose bien el macuto que llevaba-. Espero que podamos vernos de nuevo, ahí dentro... -señaló la puerta de la residencia, y sonrió levemente-. Si es que te decides a entrar, claro... ¡Hasta la vista!

Yo seguí sin decir nada hasta que el enorme rubio entró, dejándome fuera. Fruncí el ceño, algo divertida y sonreí levemente, admitiendo que había sido muy raro.

¿Qué acababa de ocurrir?

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