Capítulo veinticinco.

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¡Espero que os guste! Mañana subiré el siguiente :) 

Besos, Paula.


Miré aquel par de profundos ojos azules, brillantes como el océano y tan tormentosos como el mismo. Su expresión desolada me estaba arrancando el alma, y tenía que clavarme las uñas en las palmas de mis manos para no abalanzarme sobre él y abrazarle.

Le había susurrado que me perdonase, pero no sabía como iba él a reaccionar. Todo el dolor innecesario nos había matado a ambos, y cuando había sabido que Isabella iba a morir, la culpa me estaba asfixiando. Y lo estuvo haciendo hasta que me enteré de su mentira... de su cruel mentira.

Para ella, esto no había sido tan doloroso como para nosotros, y aunque sabía que la mujer pelirroja estaba sufriendo su propio tormento, todavía tenía ganas de volver de soltar todas las palabras envenenadas que tenía en la punta de mi lengua. No quería ser buena, no con ella... Pero la entendía.

Yo habría hecho lo imposible por salvar la vida de mi bebé si me hubiese encontrado en su lugar, pero maldita sea. ¡Dolía! 

Y ver el dolor clavado en las profundidades azuladas de los ojos de Alex, me estaba matando poco a poco.

–Perdóname –volví a susurrar, como una oración. Me parecía increíble que todavía no me hubiese reprendido por no confiar en él, y eso sólo aumentó el amor que le tenía–. Fui... Fui una tonta, no...

–Cállate –su exigencia salió ronca, dura. Sentí mil dagas clavándose en mi pecho cuando él frunció el ceño; mis ojos se humedecieron a causa de sus bruscas palabras, pero lo entendía... Claro que lo entendía–. Mierda.

Antes siquiera de que pudiese saber lo que pasaba, sus brazos estaban alrededor de mí. Con una de sus manos hundida en el pelo de mi nuca, la otra sujetando la base de mi espalda, y su rostro encajando a la perfección en mi cuello... Caí. Me abracé a él con fuerza, sabiendo que era lo único que podía anclarme aquí. Estaba demasiado cansada de todo, de aguantar mis emociones hasta el punto de explotar, de no abrazarle por miedo a lo que pasaría, al dolor que traería conmigo a mi marcha.

Pero me daba igual. Me daba todo igual. Necesitaba esto, sus brazos, su calor, a Alexander Grey. Al nieto del mayor empresario del país. A mi mayor enemigo, y a la única persona que había amado nunca.

–No me dejes –le imploré mientras nos abrazábamos, apretándome con fuerza contra él–. Ódiame por todo, pero no me dejes... por favor.

Escuché un sonido extraño, entre un gemido confuso y un gruñido enfadado. Sólo recordé que estábamos en medio de la calle cuando él susurró en mi oído:

–No voy a hablar en la calle de lo que voy a hacer contigo, Nadia –su voz era ronca, resonando en lo más profundo de mis oídos. Me estremecí con fuerza mientras sus dedos masajeaban lentamente el cuero cabelludo de mi nuca–. Pero te aseguro que dejarte no es una de ellas. Demasiado he pasado ya, voy a ser un puto egoísta el resto de mi vida.

Y yo iba a morir de felicidad por ello... Hasta que escuché el pitido de un coche.

Mirando hacia donde provenía el ruido, encontré a Edwin y a Sara en interior del coche. El alemán parecía apunto de salir y golpear a Alex, y por la tensión de los brazos de Alex... él también estaba preparado para un poco de acción.

Sin embargo, ni Sara ni yo íbamos a permitir que empezaran a pegarse como dos adolescentes en medio de la calle. Eran demasiado adultos para ello.

–Nadia –la voz de Edwin sonaba seria, tan seria que ni la reconocía– ¿Estás bien?

Un sonido irritado salió de la garganta de Alex cuando yo salí de entre sus brazos. Mirando al alemán, asentí ligeramente y me aparté las lágrimas de los ojos.

Nuestra historia continúa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora