Capítulo veintidós.

4.5K 315 58
                                    

Sentir como Nadia se alejaba –tanto física como emocionalmente– de mí, me puso furioso. A pesar de que intenté ignorar el pinchazo que sentí en el pecho, tuve que inclinarme hacia delante para coger el teléfono. Isabella nunca me llamaba, ella me prometió que sólo lo haría cuando fuese necesario... Así que debía de haber pasado algo.

Pensar en que le había pasado algo a ella o al bebé me preocupó, como también lo hizo la expresión distante y culpable de Nadia. Maldita sea, quise gritarle que ella no era culpable de nada. Ella no tenía por qué pensar que lo que acababa de ocurrir había sido un error. Y no iba a dejar que lo pensase, joder. Me negaba a ello.

Y por eso le agarré la mano cuando intentó levantarse de la cama.

–No te vayas, por favor –le susurré suplicante, mientras descolgaba el teléfono. Sus ojos me miraron casi como si le hiciese daño mi petición, pero sin embargo obedeció. Al instante, hablé con el tono serio que usaba con Isabella– ¿Sí?

–¿Alexander? –preguntó de pronto una voz, una temblorosa y desconocida voz. Fruncí el ceño y noté como Nadia se tensaba al ver mi desconcierto–. Soy... Soy Marisa, la hermana de Isabella... Ella está en el hospital, y... no sé qué hacer –su voz se rompió un poco y le escuché inspirar con fuerza–. Por favor, ella me ha pedido que no te llame pero...

–Estaré allí en media hora –maldije por lo bajo al ver el rostro pálido de Nadia. Colgué segundos después de que Marisa me diese la ubicación exacta del hospital–. Nadia... Isabella ha sufrido un accidente, no sé exactamente qué le ha pasado pero tengo que ir con ella.

Solté aquellas palabras sin poder mirarle a los ojos. Maldita sea, esta no era exactamente la conversación que quería tener con ella después de lo que habíamos hecho horas atrás, pero no podía dejar a Isabella sola. Ella era –aunque no lo hubiese querido– la madre de mi futuro hijo; no podía desentenderme de ella, ni del bebé.

–Lo entiendo –dijo Nadia en un susurro, bajando la cabeza y tapándose hasta el cuello con la sábana–. Me vestiré lo más rápido posible para que puedas irte, yo no quiero ser un inconveniente y ella te...

–Nadia –la interrumpí casi con desesperación. Cerré los ojos e inspiré con fuerza, acercándome a ella y cogiéndole la cara con las manos. Ella intentó alejarse pero no se lo permití, y aunque intenté convencerme de que la besé para darle la confianza que ella parecía haber perdido, la verdadera y única razón fue que lo hice porque la necesitaba; no podía ni quería volver a perderla, ella era la parte fundamental en mi vida. Sólo hacía falta que se lo recordara–. Nunca, jamás, vuelvas a pensar que tú eres un inconveniente para mí. Ni lo has sido ni lo vas a ser nunca, ¿me oyes? Eres la persona a la que quiero, ya te lo he dicho, y aunque Isabella sea alguien importante para mí por motivos obvios, ella nunca ocupará el lugar que tú tienes en mi corazón y en mi mente. Y puedes poner todos los inconvenientes que quieras, pero no voy a dejarte marchar nunca más –ella cogió aire para intentar contener las lágrimas y para seguramente, replicarme que esto no podía ser. Pero maldita sea, claro que podía ser–. Y me da igual que esto sea imposible, o que tú pienses que lo es. He estado en el puto infierno desde que te fuiste, y sí, soy demasiado egoísta pero no puedo remediarlo. No en lo que a ti respecta. Te necesito a mi lado, ¿me entiendes? –me reí sin tener ganas de hacerlo. Estaba poniendo mis sentimientos en bandeja, y sus grandes ojos verdes me estaban gritando que dejara de dificultar las cosas. Pero no podía–. Eres la única que me hace feliz.

Ella apartó cerró los ojos mientras ponía sus manos sobre las mías y las apretaba con desesperación. La escuché inspirar con fuerza y me destrozó ver que le estaba costando tanto no romperse y echarse a llorar. Me dolía ver lo que le había hecho, lo que nos había hecho.

–Vístete –susurró minutos después, con un tono de voz tranquilo–. Vamos a ver cómo está Isabella... y tu hijo.

Mi estómago se apretó ante la fuerza que presentaba. Ella iba a venir conmigo al hospital, y maldita sea si no la amaba todavía más por ello. Robándole un rápido beso –que ella me reprochó con la mirada–, le susurré que le quería.

Sin embargo, ella no se atrevió a devolverme las palabras como había hecho una hora atrás. Y eso, en cierto modo, me rompió.

* * * * * * * * * * * *

No sabía por qué estaba aquí. Ni siquiera entendía por qué parecía gustarme sufrir. ¿Qué necesidad tenía de acompañar a Alex a ver a Isabella? Yo no pintaba nada aquí, y aunque él me había repetido que era una parte importante para él... No lo era ni para Isabella, ni para su futuro hijo, ni para Marisa, la hermana de Isabella.

Mierda, estaba perdiendo las pocas ganas que tenía de acompañar a Alex. Sin embargo, cuando me cogió de la mano en el rebosante ascensor del hospital, conseguí no salir corriendo de allí en cuanto se abriesen las puertas.

Salimos del ascensor segundos después y caminamos rápidamente hasta la habitación que Marisa nos había dicho. Sin embargo, un médico se interpuso en nuestro camino; Alex le miró fijamente, casi a punto de espetarle que se apartara.

–Sr. Grey –dijo con la voz algo temblorosa. Yo me sorprendí al oír como le llamaban así, pero recordé que tanto él como su familia eran famosos y reconocidos por muchos. Incluido, al parecer, el médico–. Su novia está...

–No es mi novia –espetó Alex entre dientes, furioso cuando intenté apartarme de él. Eso me había sentado como una patada en el estómago... Para los demás, yo era la otra. Maldita sea–. ¿Cómo se encuentra Isabella? ¿Qué le ha ocurrido?

–Al parecer el tumor ha crecido, Señor –Alex empalideció, y yo con él. ¿Tumor? ¿Qué?–. El embarazo se ha vuelto de riesgo, lo más recomendable es que pase el resto del tiempo ingresada... Pero, Sr. Grey... –el rostro del médico se ensombreció–. No estamos seguros de poder mantenerla con vida el tiempo suficiente para que el parto se produzca.

Mi corazón se apretó con fuerza y sentí como los ojos me quemaban. Alex estaba pálido, demasiado pálido e inexpresivo; continuó así incluso hasta después de que el médico desapareciera. Maldita sea, esto no era justo... No lo era. A pesar de todo el rencor que le había cogido a Isabella, ella no merecía morir. ¡Y mucho menos ese bebé! 

–Ella va... –susurró él, perplejo. Se apoyó en la pared y frunció el ceño en señal de confusión–. Ella no me lo dijo... Mierda, ¿por qué no me lo dijo?

Yo me sentía fuera de lugar mientras él susurraba para sí mismo, con expresión ida. Odiaba todo lo que él tenía que sufrir, pero todavía más por lo que Isabella tendría que estar pasando.

–Iré a la habitación y avisaré de que estás aquí –le susurré, apretándole la mano. A pesar de que me dolía, no podía dejarle solo. No después de que le dijera que probablemente su hijo no nacería. 

Me limpié las lágrimas mientras que caminaba hacia la habitación, que tenía la puerta entornada. A pesar de que no fue mi intención escuchar la pequeña discusión, no pude evitarlo:

–Marisa él no puede saberlo todavía... Lo siento, pero no voy a arriesgarme a que me odie –la voz jadeante y cansada de Isabella llegó a mí. Fruncí el ceño ante las extrañas palabras que había dicho la pelirroja.

– Él merece saberlo, Isa –insistió una pelirroja muy parecida a Isabella con el pelo del mismo tono que el de su hermana–. Estoy segura de que si se lo explicas, te ayudará y...

–¡Que no, Marisa! –gritó Isabella con dolor, como si le doliese, haciendo que el pitido de la máquina aumentara– ¡No voy a decirle que el bebé no es suyo! 

La confusión reinó en mí... mezclada con un alivio que no supe ni siquiera identificar. Si el bebé no era suyo, no era de Alex... ¿entonces qué estaba pasando aquí? ¿por qué las pruebas de ADN dieron positivo?


Nuestra historia continúa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora