Capítulo treinta y dos.

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 Me pasé las manos por el pelo, demostrando el nerviosismo que me recorría en esos instantes. Con mis padres sentados en el sofá de enfrente, cogidos de la mano y con una expresión de preocupación en sus rostros, casi quise maldecir cuando no encontré las palabras adecuadas para contarles todo lo que me había pasado en los pasados días. Que mi abuelo estuviese observándome fijamente mientras se apoyaba en el respaldo del sofá en el que estaban mis padres, tampoco aliviaba mi nerviosismo. 

  –Alex, cariño, ¿nos vas a contar qué es lo que sucede? –el tono curioso y preocupado de mi abuela me envolvió, y me dio las fuerzas para coger una gran bocanada de aire. Ella había sido la única que se había sentado a mi lado, y que mantenía mi mano agarrada con fuerza. Le regalé una pequeña sonrisa y asentí, sabiendo que esto iba a ser difícil para todos.

  –Es difícil explicaros esto, sobre todo a ti, abuelo –le miré fijamente y él alzó una ceja–. Es necesario que me escuchéis y no os precipitéis, yo ya he tomado una decisión y espero que me entendáis. ¿De acuerdo?

Mi madre frunció el ceño y negó con la cabeza, sin entenderlo.  

  –No podremos entenderte si no nos lo cuentas, Alex... Y me estás preocupando cada vez más, ¿qué es lo que pasa? ¿Es algo relacionado con Isabella? 

Yo me pasé las manos por el rostro y asentí varias veces. La tensión se hizo presente en el aire, y yo quise maldecir con fuerza al tocar aquel tema tabú.

–Hace un par de días, ingresaron a Isabella en el hospital. Ella..., joder, ella tiene una enfermedad mortal, un tumor, y los médicos piensan que no es probable que sobreviva al embarazo, ni tampoco el bebé.

El silencio se hizo presente en el salón, y todavía tenía que apretar los dientes por la frustración que sentía. Odiaba saber que había muy poco que pudiera hacer para salvarlos, para salvar al bebé... Negué con la cabeza cuando un sollozo se escapó de entre los labios de mi abuela.

Al instante sentí unas suaves y cálidas manos apoyándose en mis mejillas, obligándome a levantar la mirada y a enfrentar a aquella mirada dorada que tenía mi madre. Sus ojos estaban húmedos mientras se arrodillaba entre mis piernas, dándome todo el apoyo maternal que tenía... Sin embargo, no pude evitar preguntarme si seguiría así cuando le contase la mentira de Isabella. Mi madre era feroz cuando se cabreaba, demasiado, realmente.

Escuché maldecir a mi padre mientras se levantaba del sofá y caminaba por toda la habitación. Yo tenía la garganta apretada, pues no sabía cómo iba a contarles toda la verdad. Mirando a mi abuelo, supe que sus grises ojos estaban escaneando la situación en busca de una solución... Cuando me miró de nuevo, su voz se extendió por toda la sala:

– Hay algo más, ¿verdad? –preguntó con la voz seria. Era estremecedor saber que podía leerme de tal forma, que me conocía hasta tal extremo de que sólo necesitaba mirarme para saber lo que pasaba por mi mente.

Asentí de nuevo y tragué saliva, lamiéndome los labios para decir lo que todavía me quemaba por dentro.

  –Isabella me mintió desde que nos conocimos –dije con la voz más seria, intentando no pensar en que ella estaba al borde de la muerte–. Lleva casi cuatro meses sabiendo sobre su enfermedad, y ella... Ella ya estaba embarazada cuando nos conocimos –escuché como mi madre y mi abuela retenían el aliento, a la vez que mi padre volvía a maldecir. El único que se mantuvo en silencio fue mi abuelo, pero no me dejé engañar. Él sólo estaba esperando a obtener toda la información para después actuar–. Aprovechó que estaba lo suficientemente borracho para no recordar lo que pasó aquella noche y me mintió... Pero tenía una razón para ello –una razón que todavía me desgarraba por dentro, porque aunque lo entendía me daban ganas de zarandearla por el dolor que me había causado alejándome de los que más quería–. Ella sabía quién era, y pensó que sería el único que podría pagar la ayuda médica que necesita para que el bebé sobreviva. Ella sólo quiere eso. 

Y yo también lo quería, pero no era prudente decirlo ahora. No cuando mi padre estaba furioso, mi abuelo tenía los ojos brillantes de ira, y mi abuela y mi madre me miraban en una especie de shock confuso y extraño. Las miradas de ambas se cruzaron por un instante, y luego volvieron a mí con fuerza. Tragué saliva al ver el enorme terror en los ojos de mi madre.

  –Alex –susurró con la voz rota. Se lanzó a mi cuello a abrazarme, y tembló entre mis brazos mientras lloraba–, perdóname, perdóname hijo... ¿Cómo pude dudar de ti? ¿Cómo? 

Sus palabras se clavaron hondo en mi alma, y negué con la cabeza mientras le besaba la sien. Había tenido muchas discusiones con ella por Isabella, por haber engañado a Nadia –aunque realmente no lo había hecho–, y ahora ella estaba arrepentida por todo lo que nos habíamos dicho. Maldita sea, yo también estaba arrepentido por todo.

  –No importa, mamá, da igual –le susurré, agradeciendo mentalmente volver a disfrutar de sus abrazos–. Tenías tus razones para estar cabreada; yo también lo estaba conmigo mismo. No podía soportar pensar que había engañado a Nadia con otra chica.

  –¡Oh, Dios, Nadia! –dijo mi abuela al recordarla, alterada. Sus grandes ojos azules brillaban aterrorizados– ¡Ella tiene que saberlo, Alex, tienes que contárselo! Todo lo que os pasó fue un malentendido y...

 Negué con la cabeza mientras mi madre me soltaba del abrazo y me miraba con la misma urgencia que brillaba en la voz de mi abuela.

–No, ella ya lo sabe, nosotros... estamos bien ahora, muy bien –aseguré interrumpiéndola, sin poder evitar sonreír. Un suspiro general llenó el salón–. Ella fue la que me aconsejó que recapacitara, cuando supe la verdad lo único que quería hacer era mandar bien lejos a Isabella, pero Nadia me hizo ver que eso iba a hacerme daño. Ella me hizo ver que con el tiempo, me reconcomería la conciencia saber que no hice nada para ayudar a Isabella.

El silencio se hizo pesado en la sala, hasta que mi abuelo habló.

–¿Entonces vas a ayudarla, Alex? ¿Después de lo que os ha pasado?

Yo asentí con convicción y pude ver algo parecido al orgullo brillando en sus ojos.

–Pasé tres meses pensando que ese bebé era mío, abuelo... En cierto modo, lo es –mi voz sonó seria y decidida–. Estuve a punto de perder muchas cosas por él, por mantener una relación amistosa con Isabella.

Él apretó la mandíbula, y sus grises ojos me atravesaron.

–No haré nada contra ella, Alex. Buscaré los mejores médicos para que la atiendan y consigan alargar su vida hasta que el bebé pueda nacer... –su voz se endureció–. Sin embargo, no quiero a esa chica cerca de ti. Ha hecho daño a mi familia, te ha hecho daño, y no voy a volver a permitirlo. 

Vacilé levemente y ladeé la cabeza.

  –Quiero estar informado sobre su salud constantemente, y la visitaré de vez en cuando–mi abuelo frunció el ceño, pero asintió levemente ante mis exigencias.

Sin decir una sola palabra más, cogió el teléfono y salió del salón. Estaba completamente seguro de que iba a ponerse en marcha para conseguir a esos médicos. Sonreí levemente, agradecido de haber podido contárselo a ellos por fin.

Isabella iba a estar en las mejores manos, y eso alivió ligeramente la carga que tenía sobre mis hombros. 


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