Capítulo veintitrés.

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No pude evitar soltar un jadeo incrédulo, que acabó descubriéndome. Tenía las lágrimas inundando mis ojos, pero no sabía si era por la furia que sentía o el dolor que nos había causado la mentira de Isabella. ¡Cómo podía ser tan cruel!

–¿Tú quién eres? –preguntó Marisa con urgencia, levantándose de la silla que había acercado a la cama de su hermana–. Esta es una habitación privada, al igual que la conversación que estaba teniendo con mi hermana. Váyase.

Las palabras de Marisa me hicieron enfurecer todavía más, pero yo sólo tenía ojos para Isabella. Su rostro había empalidecido todavía más, y supe que estaba recordando el momento en el que nos vimos por primera vez, en el piso de los Grey. Maldita fuera ella, por haber engañado a una familia tan maravillosa. Ninguno de ellos se merecía que se les mintiera así, y mucho menos Alexander. 

¿Por qué lo había hecho? ¿Por dinero? ¿Había estado a punto de destruir mi maldita vida por dinero? 

Me mordí el labio mientras le acusaba con la mirada. La pelirroja sólo se mantenía callada, con su barbilla empezando a temblar de manera peligrosa.

–No es lo que piensas –aseguró Isabella–. He tenido mis motivos para hacerlo.

Mi garganta se cerró con furia y tuve que apretar los dientes para no gritarle que no habían motivos suficientes para hacer lo que había hecho. 

Marisa nos miró sorprendidas y cuando su hermana le pidió que entretuviese a Alexander para que pudiésemos hablar, yo lo permití. Necesitaba respuestas, necesitaba aclarar mis malditas dudas sin que se me rompiese el corazón al ver sufrir a Alex. Y estaba segura de que esta noticia iba a dolerle, porque él era orgulloso, y odiaba que le mintiesen y jugasen con él, como había hecho Isabella.

Marisa obedeció algo confusa, y cuando Isabella me pidió que ocupara el sitio de su hermana al lado de la cama, yo sólo fruncí el ceño. No estaba muy segura de lo que podría hacer cerca de ella, sobre todo sintiendo la ira que sentía. Jamás me había sentido tan mal como hoy, a pesar de que era algo bueno que el hijo no fuese de Alexander.

–Explícame todo lo que ha pasado, Isabella. Y sin mentiras, no aguantaré ni una más.

Mi voz sonó fría. Ni siquiera parecía mía, pero lo agradecí, porque demostraba lo furiosa que estaba. Los ojos verdes de Isabella se agrandaron un poco y sin embargo, cuando ella se intentó sentar en la cama con muecas de dolor, me tuve que contener para no ayudarla. No se merecía mi ayuda, pero ella estaba embarazada... y próxima a la muerte. Maldije.

–Hace unos cuantos meses, me dieron la noticia de que iba a morir por un tumor cerebral –ella tragó saliva–. El mismo día que me lo dijeron, yo simplemente quería vivir lo que nunca había vivido. Quería salir de fiesta, fumar, beber... Quería hacerlo todo en ese instante, porque sabría que no habría otro momento en un futuro –su voz sonaba cargada de emoción, pero las lágrimas que caían de mis mejillas no era por ella, sino por mí. Era egoísta, pero todavía no entendía dónde entraba Alex en esto–. Esa misma noche me acosté con un chico que no conocía de nada, y me quedé embarazada... Aunque no lo supe hasta días después. Yo... yo no quería perder a mi hijo, a lo único que quedaría de mí, pero sabía que el embarazo iba a ser demasiado difícil... sin ayuda.

Empecé a fruncir el ceño a la vez que entendía.

–¿Qué significa exactamente 'ayuda', Isabella? –le pregunté apartándome las lágrimas.

–Médicos especializados, Nadia –dijo ella seriamente pero con la culpa reluciendo en su voz–. No quiero que mi bebé muera conmigo, ¿no lo entiendes? Pero no tengo el dinero suficiente para pagarlos, así que pensé que...

–Pensaste que si engañabas a algún chico rico y decías que era suyo, lo cuidaría. Justamente como está haciendo Alex, ¿no? –mi voz sonaba amarga, demasiado fría y cruel–. ¿Por qué no le pediste ayuda, por qué no se lo contaste? ¡He estado a punto de perder al amor de mi vida por tus mentiras!

Sus ojos se llenaron de lágrimas nuevamente y negó con la cabeza.

–Nunca pensé que él estaría enamorado de ti, yo... Yo me enteré de vuestra relación después, cuando todo había comenzado –se limpió las lágrimas–. Yo sólo estaba mirando por el bien de mi bebé, sólo quiero que nazca y tenga una buena vida, que... Que alguien lo quiera como si fuera suyo... Y sé que Alex es el chico perfecto.

El dolor me desgarró por dentro y me tapé la cara mientras lloraba. Maldita fuera ella, pero lo entendía. ¡Claro que lo entendía! Ella estaba protegiendo a su hijo, pero eso no hacía que doliese menos, joder. ¡Yo quería a Alex!

–¿Y las pruebas de paternidad? –pregunté con la voz ronca. Tenía un dolor latente en mi cabeza, pero me esforcé por ignorarlo–. Mi amiga me dijo que dieron positivo, que el bebé era de Alex. ¿Cómo puede ser que se hayan equivocado?

Ella cerró los ojos y negó con la cabeza.

–Mi hermana trabaja en el centro donde se hicieron las pruebas, ella consiguió falsificarlas a espaldas de los demás –Isabella negó con la cabeza–. Por favor, no le eches las culpas a ella, yo se lo pedí... Se lo exigí como último favor hacia mí. 

Suspiré de manera temblorosa mientras me apretaba la frente con las manos, intentando procesar toda la información. Esto era demasiado complicado para mí, demasiado doloroso.

–¿Y Alex? ¿Te acostaste con él? –susurré de nuevo, intentando buscarle sentido a algo–. Él parecía tan seguro de que os habíais acostado y de que es suyo, que parece imposible que...

Ella negó con la cabeza lentamente. Empezaba a verse más fatigada a cada palabra que decía, pero necesitaba que respondiese con claridad a esta última pregunta. Lo necesitaba con urgencia.

–El bebé no es suyo, Nadia –se sonrojó un poco–. Cuando le reconocí en aquel bar, parecía destrozado... Emocionalmente hablando. Estaba tan borracho que no me costó mucho conseguir que viniese conmigo a mi piso –se me paró el corazón al oír lo último–. Intenté besarle varias veces, pero él sólo se negaba y susurraba que no era Nadia –sonrió levemente, cuando me mordí el labio para que no escapara un gemido lastimero. Mi Alex... Maldita sea–, que no era tú. Después de rendirme en acostarme con él para hacerlo más creíble, sólo le quité la ropa y le acosté en la cama. Destrocé un poco la habitación y me dormí a su lado, rezando para que al día siguiente no recordase nada de lo que había pasado la noche anterior. Y funcionó. Alex y yo no nos acostamos, no sexualmente hablando. Sólo dormimos juntos.

Inspiré y cerré los ojos mientras lloraba. Joder, no había dejado de hacerlo en todo el maldito relato. Me había portado tan mal con Alex, que estas palabras estaban siendo como dagas en mi corazón. Ella había sido tan cruel, tan jodidamente perversa, que me estaba costando un mundo no gritarle, de pegarle, de insultarle.

Pero entendía lo que había hecho. Había mentido a personas importantes para mí, pero tenía un motivo importante para ello. Sin embargo no iba a permitir que esta mentira siguiera su curso, por nada del mundo.

–Entiendo por qué lo has hecho, aunque me enfurece. Alex es la persona más maravillosa que he conocido, y le amo tanto que hasta me duele –me estaba sincerando con una desconocida. Con la misma desconocida que había estado a punto de destrozarme el corazón–. Estuve a punto de dejarle marchar por ti, para que pudieseis estar juntos y crear una familia, pero ya no. Él es mío, y tú le vas a contar toda la maldita verdad. Porque él se lo merece.

–Yo no puedo hacer eso, si se lo digo... –empezó a decir con ansiedad, las máquinas empezando a sonar con urgencia.

–Decirme exactamente qué –interrumpió de pronto su voz. Isabella y yo nos tensamos a la vez, y miramos hacia la puerta, descubriendo la impotente figura de Alex bajo la puerta.

Mi garganta se secó y miré a Isabella seriamente, apartándome las lágrimas.

–Díselo, Isabella. Todo.

Y con esas palabras y el rostro confuso de Alex, salí de aquella habitación. No iba a ser capaz de aguantar su reacción. 

Nuestra historia continúa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora