Capítulo 1, parte dos.

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Cía

Quizá sólo tengo que esperar a que deje de llover, o de doler, no lo sé.

Distante, observo cada gota que se estrella contra la ventana. Apuesto lo que sea a que a ella no le duele; parece que ha nacido para morir contra el suelo o contra cualquier cristal recién lavado. La lluvia en estos momentos refleja perfectamente mi estado de ánimo, y es triste.

Tumbada en mi cama, dejando que la melodía de piano acaricie mis oídos, en mis ojos también llueve; hace rato que ha comenzado el diluvio universal y no hay quien lo pare. A diario, esos ojos verdes azulados aparecen cada vez que cierro los míos. David todavía no está dispuesto a irse. Hace casi medio año desde que he despertado del coma, pero apenas parece que hayan pasado los días.

Debido a que mi padre tiene un alto cargo en el sector de turismo, ha podido meterme como supervisora de recepción en el hotel Arts, en Barcelona. Mis funciones son básicas: Coordinar y supervisar las labores del personal de recepción, asegurarme de que logran la satisfacción del cliente, apoyar al personal en la solución de problemas, etcétera, etcétera. Me gusta mi trabajo, pero a veces se hace muy monótono.

Comencé siendo recepcionista dos meses después de despertar del coma y como mi anterior supervisor pasó a ser gerente, me ascendieron enseguida. Mi jefe continuamente me decía que lo hacía muy bien, que estaba contento con mis resultados; pero sé que mi ventaja fue que el francés y el inglés lo dominaba casi a la perfección, y para haber pasado 6 años en coma, lo recordaba sin problema alguno. Eso, y que sutilmente planeaba llevarme a la cama.

Me mudé aquí al mes y medio de despertarme y mis padres decidieron comprarme un loft en el Passeig de Gràcia. Tiene dos plantas, está perfectamente amueblado y es muy acogedor. Es precioso, pero todo hay que decirlo: No hacía falta que lo hubiesen hecho. Desde que me vieron abrir los ojos en el hospital, me han tratado como a una niña de papá, y se agradece, pero quiero tener mis propias cosas y no vivir de ellos. Como estoy a más de trescientos kilómetros de mis padres y no tengo casi amigos, por no decir ninguno y me siento jodidamente sola en este espacio de 120 m², decido poner un anuncio en alguna página de internet para conseguir alguna compañera de piso que haga esta estancia, ¿divertida?

Después de una hora y media, un número desconocido aparece en la pantalla de mi iPhone.


—¿Cía Beltrán? —suena al otro lado del móvil cuando descuelgo.

—¿Sí?, soy yo.

—Te llamo por el anuncio que has puesto en internet sobre el loft en el Passeig de Gràcia —dice la misma persona y esta vez noto su acento francés.

—Hmm... Sí —respondo con la voz entrecortada. No esperaba que nadie llamase tan pronto. De repente me doy cuenta de que la chica lleva esperando casi un minuto y sin pensarlo añado—: Disculpa. Entonces, ¿te interesaría?

—¡Por supuesto!, he visto unas cuantas fotografías y es precioso.

—Te llamo esta tarde si no te importa y hablamos del tema, ¿te parece? —digo casi en voz baja.

—Claro, sin problema —responde—. Hablamos esta tarde pues; encantada, soy Sophie.

—Un placer, Sophie, hasta luego —digo y cuelgo.

No sé si estoy dispuesta a compartir piso con alguien, aunque sé que me hace falta. Una persona con la que poder contar, con la que reír, con la que ver películas los días de invierno, con la que hablar horas y horas...

«Mierda, hablar.» Recuerdo que tengo que llamar a mis padres para ver cómo les ha ido el fin de semana en París. Ambos tenían un congreso bastante importante y han estado muy ausentes, prácticamente desaparecidos.

Después de dos tonos, mi madre responde:

—¡Cariño! —grita al otro lado del móvil—. ¡Tu padre y yo te hemos echado mucho de menos!

Mi madre siempre exagerándolo todo.

—¿Cómo ha ido por París?, ¿el congreso bien?, ¿y papá? —pregunto mientras meto una pizza en el horno. Son casi las dos y media de la tarde y con tanto jaleo por poco se me pasa la hora de comer.

—Sí, cielo, todo ha ido genial. El señor Ruiz como de costumbre ha intentado llamar la atención un poco más, pero tu padre ha sabido ponerle en el sitio, como siempre —la oigo reírse. Me gusta hacerlo, y ojalá estuviese allí para verla.

—Papá es muy bueno en los suyo... —Sonrío, y noto cómo ella también lo hace después.

Estamos así durante un cuarto de hora, o incluso más; contándonos cómo nos ha ido el fin de semana, cómo estamos y cuáles son los planes para el resto de semana. Omito sin darme cuenta el anuncio del loft y la idea de compartir piso, aunque, sinceramente, no me apetece que lo sepan todavía.

—Cariño, hablamos en otro momento, tu padre está a punto de llegar y tenemos una comida importante con algunos clientes —dice. Y con la voz nostálgica añade—: Te echaré de menos.

—Yo a ti también mamá. Dale un abrazo a papá y dile que también le echo de menos —me despido.

—Claro, pequeña. ¡Te queremos! —Grita con algo de prisa. Y dicho esto, cuelga sin darme tiempo a contestarles que yo también les quiero, muchísimo.

Después de comer y de colocar en carpetas algunos papeles de recepción, decido llamar a Sophie; finalmente he decidido hacerle un sitio en mi pequeño apartamento.

—¿Sophie? pregunto esperando que responda ella.

—¡Hola, Cía! —añade con entusiasmo.

—¿Te parece bien que nos veamos en el Starbucks del paseo en media hora? —Digo, pero imaginando que no se ubica, añado—: El que está al lado de la tienda de Dolce&Gabanna.

—Sí. Sé cuál es —dice—, nos vemos allí entonces. —Y cuelga.

Me asomo al balcón y al notar que el aire se ha girado algo frío, decido cambiarme de ropa. Me quito mi falda de tubo negra y la blusa blanca, y me pongo mis pantalones vaqueros favoritos. Me hacen buen culo, o eso me hace creer la gente que no se para a disimular cuando me ven con ellos puestos. Cojo otra de mis blusas favoritas, la amarilla de media manga y me pongo por encima una chaqueta fina. Finalmente me pongo las Nike Roshe blancas y cojo mi cartera y las llaves de casa de encima de la mesa de la entrada.

Llego al Starbucks un poco antes que Sophie y me siento en una de las mesas de la terraza mientras la espero. La camarera hace ademán de venir a tomarme nota, pero con un gesto le digo que se espere, que estoy esperando a alguien.

Al cabo de cinco minutos, veo a una pareja que se acerca hacia mí cogida de la mano. Ella tiene el pelo largo y teñido de rojo, y unos grandes ojos verdes preciosos. Lleva un vestido acorde con el tiempo que hace y unas botas marrones. Él, él me resulta muy familiar. Ojos verdes azulados y ese pelo negro alborotado... Únicamente le falta la capucha. «David.» Pienso de repente.

—¿Cía? —me pregunta la chica.

—Sí... Soy yo —digo intentando parecer lo más normal posible.

—Soy Sophie —dice tendiéndome la mano—, y él es mi novio, David.


Noches entre foliosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora