Capítulo 10 |¿Entre las rejas?

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Maratón (3/3)


Las manos de Abril temblaban de forma incontrolada. Su corazón latía como si en cualquier momento se fuera a salir de su pecho. Se encontraba realmente aterrada de lo que había sucedido, y aterrada de lo que podría pasar en adelante. No creía que podría resistir si algo terrible le sucedía a Santiago.

En toda la noche, no había podido conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, en sus párpados se reproducía una y otra vez aquella desgarradora escena.

Veía una y otra vez cómo el cuerpo de Santiago había caído sobre el pasto, impávido, sus ojos cerrándose. Y luego cómo también cayó el cuerpo de Samuel. Solo hasta ese momento Abril supo que un disparo había ido a parar al cuerpo de Samuel y otro al de Santiago. A ambos los habían trasladado al hospital, y de ninguno de ellos tenían noticias hasta ese momento.

—¿Abril? —preguntó Amber.

La mujer no se había separado de su hijastra desde que llegó al hospital a acompañarla. Había pasado las últimas horas suplicándole a Dios que Santiago estuviera bien, que nada le sucediera en aquel quirófano. El disparo le había dado en la pierna, pero había visto suficientes series criminalísticas como para saber que si la bala había dado en una vena importante, no podría hacerse mucho.

—¿Sí?

—¿Puedes intentar tranquilizarte, por favor? —preguntó, al tiempo que posaba su mano sobre la pierna de la chica, en un intento de calmarla.

—No puedo, Amber. No puedo. La incertidumbre está matándome.

—Tienes una herida en la frente, creo que lo último que necesitas es que la sangre empiece a fluir con mayor rapidez, ¿no? Por favor, no me obligues a llamar a un médico.

Resultó que el golpe que le había propinado Samuel fue lo suficientemente fuerte como para abrir una herida que necesitó un par de puntadas.

Abril asintió, y se llevó las manos a su rostro en un intento por reprimir el llanto que había estado guardando durante horas. Su madrastra —quien la conocía como pocos— se acercó a ella y le pasó el brazo por la espalda, buscando acunarla como cuando era una niña y tenía miedo, a sabiendas de que ese era el único gesto que Abril necesitaba para finalmente desmoronarse.

Se aferró a la mujer con las fuerzas que no sabía que tenía, y se permitió llorar. Llorar por Santiago, llorar por aquel susto que había pasado, por los momentos de terror en los que no sabía si el chico llegaría vivo al hospital, y por lo injusto que era todo aquello.

¿Cómo, en el mundo, era posible que sólo unas horas atrás estuvieran los dos en su habitación, sintiéndose más cerca que nunca, y ahora estaba allí, esperando que un hombre que en esos momentos estaba intentando salvar la vida de Santiago, le diera una buena noticia?

¿Cómo era posible que pasaran de ser dos niños cuya mayor preocupación era que la casita del árbol se quedara sin suministros, a ser dos jóvenes con el temor de que uno de ellos no viviera por mucho más tiempo?

—N-no se puede morir, Amber —sollozó—. Él no. No a-ahora. No nunca.

Su madrastra la acercó más a su pecho y empezó a acariciar su espalda en un gesto tranquilizador, intentando contener ella misma las lágrimas. Amber no soportaba ver a su hija así, tan vulnerable, tan temerosa de lo que le esperaba.

—Él va a estar bien, Abril —prometió.

—N-no puedes prometer eso, Amber —lloró—. Nadie pu-puede asegurarme eso.

De tu mano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora