Marzo del 2011

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Abril cerró los ojos, deseando que al abrirlos, la pesadilla acabara. Pero eso no sucedió.

Observaba la escena desde el último escalón, con los ojos enjuagados en lágrimas. Su padre y Amber discutían a viva voz: no hacían más que reclamarse el uno al otro. La puerta que daba a la calle permanecía abierta, y ella no tenía la menor intención de soltar la maleta que tenía en la mano. Era de noche afuera, y no se alcanzaba a ver una sola persona en las calles.

—¡Me cansé, Roger! —gritó Amber, con la voz quebrada—. Me cansé de que siempre quieras ofenderme, humillarme, ¡de que mi voz en esta casa no sea escuchada!

—¡Yo jamás te he ofendido! —rugió el hombre, presa de la ira.

—¡¿No?! ¡No haces más que recordarme que Abril no es mi hija biológica! ¡Me excluyes de todo lo que tiene que ver con ella, y no es justo! ¡No te importa quién esté presente: siempre sale a relucir alguno de mis defectos!

—¡Ahora resulta que tu jamás me has criticado!

Amber lo miró a los ojos, y sólo un segundo de vacilación se necesitó para notar que su hijastra observaba la escena.

—Yo siempre esperaba que estuviéramos solos. Siempre. Jamás te hice quedar como un zapato delante de otros, Roger, y lo sabes —afirmó, esta vez con la voz baja.

Le dolía saber que Abril veía cómo ella se iba. Ya había perdido a alguien en el pasado, y le había prometido que estarían siempre juntas, unidas. En ese momento, estaba rompiendo su promesa. Pero no tenía otra opción: Roger no la amaba.

—Sé que la muerte de tu esposa te dolió, y sé que no hay un día que pase sin que pienses en ella —aseguró—, y créeme que lo entiendo. Jamás me he sentido mal por ello: sé que nunca dejaste de amarla, que fue la vida quien te la arrebató.

El hombre, dolido ante el recuerdo, asintió.

—Y ahora tú también te vas, y por voluntad.

Amber negó. Una sonrisa amarga inundaba sus delicadas facciones.

—No voltees las cosas, Roger. No te atrevas.

—No soy yo quien se va.

—Me comparas con ella. Siempre me dices cómo de diferente somos, y cómo a tu esposa le habría gustado actuar en una situación, y quieres que lo haga igual, y hasta lo comentas con nuestras amistades. Pero no soy ella. Jamás lo seré. Y no pienso fingir sólo para complacerte —dijo—. Yo soy quien se va, pero eres tú quien no me persigue.

Avanzó un paso hacia la puerta y, con lágrimas en los ojos, miró a Abril. La pelirroja se acercó a ella y la abrazó.

—No te vayas ahora. Espera a mañana.

Amber sorbió por la nariz, y beso a su hijastra en la coronilla.

—Lo siento, pero si no lo hago ahora, jamás seré capaz.

Y sólo con esas palabras, se fue, mientras el reloj marcaba las doce.

•••

—Estoy segura de que ni siquiera lo recordaron —sollozó Abril—. Ellos no tuvieron en cuenta la hora, ni el día, ¡nada!

Santiago apretó los puños, preso de la rabia. No soportaba verla llorando y sentirse tan impotente: no había manera de arrancarle el dolor, por mucho que lo deseara.

—¿Por qué sólo piensan en ellos mismos? Papá andaba por la vida lanzándole comentarios a Amber que nadie soportaría —admitió, y tras negar, dijo:—. Ni siquiera puedo culparla, Santi. Vi su dolor al dejarme allí, pero también he sido testigo de cuánto le dolía la actitud de papá. Yo habría hecho lo mismo.

Santiago le tomó el mentón, y mirándola a los ojos, dijo:

—Jamás pasarás por algo así. Jamás derramarás una sola lágrima por mí, lo juro.

Abril sonrió con tristeza.

—No tienes que jurarlo. Te creo.

Santi sonrió, y depositó un beso sobre la coronilla de la chica, para luego atraerla a su regazo.

—Hay algo que quiero enseñarte —dijo.

Se levantó de su lugar y le tendió la mano.

—Vamos.

—¿A dónde?

—¿Confías es mí?

Ella lo miró extrañada, pero asintió.

—Siempre.

—Entonces ven conmigo.

La chica negó.

—No te enojes, Santi, pero realmente no tengo ganas de nada.

Él hizo un mohín, y se agachó hasta quedar a la altura de los ojos de su novia. Le pasó sus pulgares por las mejillas, y secó el camino por el que, minutos atrás, lágrimas habían corrido.

—¿Por favor? —preguntó, mirándola directamente a los ojos—. Sólo será un momento.

Abril lo pensó sólo un par de segundos. No había razón para aplazar lo inevitable: si él seguía insistiendo, ella al final accedería.

—Está bien.

Santiago sonrió, y tomados de la mano, caminaron hacia la casa del árbol. Subieron por las tablas —que servían de escaleras— que ellos mismos habían cambiado o reparado tantas veces.

Una vez llegaron arriba, sólo los acompañaba el silencio.

—Espera un momento —dijo el muchacho—. Encenderé algo.

La pelirroja esperaba ver la luz que emitía la pequeña lámpara a gas que Amber les había regalado años atrás. Sin embargo, fue la pequeña flama de una vela —metida en un pequeñísimo pastel— lo que iluminó el lugar.

La chica, conmovida, sintió cómo un fuerte nudo se aferraba en su garganta.

—Feliz cumpleaños, Abril —susurró Santiago.

Lágrimas de felicidad brotaron de los ojos de la pelirroja. Una vez más, Santiago había hecho lo posible por verla feliz: siempre se esmeraba por hacerla sonreír, y ella siempre se preguntaba qué había hecho bien para merecerlo.

Se abalanzó al regazo del muchacho entre risas, aferrándolo con todas sus fuerzas.

—Gracias —murmuró cerca a su oído.

Los brazos del chico la acunaron.

—Jamás permitiré que vuelvas a derramar una sola lágrima el día de tu cumpleaños. Será mi misión a partir de hoy, lo prometo.

Abril asintió.

—Te creo.

Porque eso hacía ella: creer en sus promesas, sin importar qué. Después de todo, el jamás había incumplido alguna. 

***

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