Capítulo 13 | De odios y amores

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Abril era consciente de todas y cada una de las miradas que le dirigían sus compañeras, aún en medio de los ensayos grupales. Las sentía como cuchillas, clavándose en su cuerpo al rojo vivo, pero intentaba hacer caso omiso de ellas: tenía preocupaciones mucho más importante y con mayor peso, que la opinión de todas ellas. ¿Quiénes se creían para juzgar —daba igual si lo hacían en silencio, o si cuchicheaban entre ellas— lo que sucedió? ¿Quiénes se creían para mirarla de ese modo?

La ciudad entera conocía el caso. La ciudad entera sabía que Santiago, efectivamente, había lanzado el disparo que acabó con la vida de Samuel. Ciudad entera sabía que todo sucedió en medio de un forcejeo. Y sentía que la ciudad entera la veía con lástima. Eso, o juzgaban a Santiago. No habían estado ahí, y aún así se atrevían a señalarlo sin compasión alguna.

Pero no le importaba. No existía algo que la hiciera flanquear en su decisión: estaría junto a Santiago, firme a su lado, en todo ese proceso. Si la ciudad quería verlos con malos ojos, que lo hicieran.

El problema estaba en que el único al que quería convencer de que nada había sido su culpa, estaba enfrascado en que se merecía el odio y el repudio de todo el mundo, incluso el suyo propio.

Santiago parecía envejecer con cada día que pasaba, y estaba sumido en el dolor y la culpa. No podía con aquello, y Abril comprendía sus razones: él no era un muchacho de mal corazón, y ser consciente de que había acabado con la vida de un ser humano, lo hacían sentir culpable.

Y a ella le dolía aquello.

Por eso quiso retomar sus clases de baile ese día. Estaba esperanzada en que Santiago saldría pronto de la cárcel, y lo último que necesitaba era pensar que Abril estaba renunciando a lo que quería por sumirse con él en aquel sitio. No se necesitaba ser un genio para saber que intentaría culparse de cada mínima cosa en el mundo.

—¡Bien, chicas! —Habló la maestra—. Un par de días más y estaremos listas para la presentación.

La clase aplaudió, y era latente lo entusiasmadas que todas estaban por la fecha. Aquella presentación era importante. Iban cazatalentos, quienes obviamente las podrían llevar a la cima. Era más que obvio que todas deseaban encontrar una oportunidad de realizar sus sueños.

—¿Abril? —llamó la instructora—, ¿podemos hablar?

La pelirroja asintió, y caminó hacia donde la aguardaba la mujer, una curvilínea morena que se movía como si la hubieran hecho bailando. La mayoría de sus compañeras se giraron con disimulo, interesadas en lo que le dirían.

—Sé que tienes un talento excepcional, y sé que tú también. Por algo estás aquí, ¿no?

Ella asintió.

—Pero esto no es sólo de talento. También es de entrega y dedicación.

—Lamento no haber estado presente en las últimas clases. He tenido inconvenientes personales, y...

La mujer levantó su mano, interrumpiendo sus palabras.

—He escuchado las últimas noticias —aseguró—. Y comprendo. Por eso, y únicamente por eso, haré una excepción contigo. No voy a castigar tus fallas en clase, sólo si prometes compensarlas. Te quiero aquí después de cada clase, dos horas.

La muchacha boqueó, sin saber qué decir.

El baile siempre le gustó, pero cuando se fue a vivir a México, fue la única distracción que encontró del dolor que le suponía separarse de Santiago. Y entonces amó sentir el ritmo de la música en su cuerpo. Encontró, después de diecisiete años, su pasión. Y parecía que lo había olvidado.

De tu mano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora