Diciembre del 2005

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—No lo entiendo —protestó Abril—. Si de igual manera lo voy a ver, ¿por qué quieres que cierre los ojos?

Santiago no podría haber dicho qué emoción lo albergaba con mayor fuerza, si la impaciencia o el nerviosismo. Nunca antes se había planteado lo que estaba a punto de hacer. Sin embargo, cada vez que sus ojos aterrizaban en los bonitos labios de Abril, lo único que sentía era un cosquilleo en los suyos.

La primera vez que aquel pensamiento cruzó por su cabeza no lo entendió, pues hasta ese día él había creído que un beso era de las cosas más feas que podían hacer los adultos —aunque hacían otras peores, como pasar por alto cuando alguien se sentía mal—, pero de inmediato pensó que nada que incluyera a Abril podría ser feo, soso, asqueroso o baboso.

—Eso es porque no lo verás —le aseguró el niño—. Es algo... Distinto.

Cediendo a lo que le había pedido su amigo, Abril cerró sus ojitos, a la espera del regalo que Santiago le había prometido. Por ese motivo, no alcanzó a ver cómo el pequeño suspiraba silenciosamente, armándose de coraje.

Lo que sí sintió fueron los castos labios de Santiago, tan suaves como cualquier niño de 11 años los podía tener, posándose sobre los suyos.

Abril jamás podría decir cuál cosquilleo la hizo sentir más en las nubes: si el de sus labios o el de su vientre. Lo que sí supo fue que aquella sensación era de las más bonitas que su corazón había experimentado.

Santiago, por su parte, no podía estar más feliz: sentía que su corazón explotaría de emoción.

Al alejarse, un inocente brillo iluminaba los bonitos ojos de Abril y de Santiago, y ambos, con sus mejillas encendidas, se sonrieron tímidamente, fijando sus miradas en el suelo de madera.

Había sido tan sólo un delicado roce en los labios, un pequeño beso, pero el significado había sido mucho más fuerte que eso.

Su primer beso.

Un recuerdo que jamás podrían robarles.


De tu mano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora