Capítulo veintitrés.

3.1K 162 4
                                    

VEINTITRÉS: TREGUA. 

 

● Selley:

Aquello me hizo abrir los ojos como platos. Y ahora no podía decir que estaba hablando de Mía, de Jennifer o de cualquier otra con la que sabía que anteriormente se acostaba. Podía apostar un riñón a que hablaba de mí antes de colgar el teléfono.

«¿Hablaba de ti o es lo que tú quieres escuchar?»

Odiaba las especulaciones que solía mandarme mi cerebro solo para molestar. Las que como siempre dejé de lado antes de volver a entrar a aquella habitación. Volví a acuclillarme delante de él y a coger sus manos después de dejar la cazadora a un lado.

—Va a escocerte un poco. –dije antes de rozar con el algodón infectado sobre las heridas que aquellas astillas le habían provocado.– Tenías que haber esperado.– añadí al ver que los rastros de madera ya no estaban, seguramente se los habría quitado él mismo, así que me limité a desinfectar. Se quejó cuando, por último, lo limpié con el alcohol. – Voy a devolver esto a enfermería. –me levanté, aunque él lo hizo también antes de que pudiese recoger las cosas del suelo. Pasó uno de sus brazos alrededor de mi cintura, acercándome a él, y hundió sus labios en mi cuello rozando mi piel hasta llegar a mi oído.

—Lo siento. –volvió a disculparse. Separó sus labios de mi oído para poder mirarme a los ojos, pero debía tener la habilidad especial de detenerse a los tres centímetros de mis labios. Me sorprendió a mí misma que esta vez fuese yo quien acortase la distancia entre ellos. Saciando el anhelo que, ahora no podía negar, sentía desde que nos habíamos besado por última vez.

Enrosqué mis dedos tras su cuello y él aferró ambas de sus manos a mi cintura, alzándome en el aire. La batalla campal que otras veces habían luchado nuestras lenguas fue remplazada por un juego tan tradicional como las escondidas. Deslicé mis manos a lo largo de su ancha espalda. ¿Había dicho ya que amaba incondicionalmente la espalda ancha en un hombre? Cuando mis manos no podían llegar más abajo, jugué con su camiseta, subiéndola hasta que pude acariciar su piel. Seguí elevándola  mientras dibujaba recorridos en su espalda desnuda. Entonces me dejó caer al suelo y lentamente separó sus labios de los míos. Momento que yo aproveché para quitársela completamente. Me miró interrogante, ya que yo era completamente reacia a cualquier tipo de relaciones sexuales con él.  No estaba segura de lo que iba a hacer, pero echarse atrás solo vale para arrepentirse en un futuro. Y este no era un momento que estropear con palabras, así que me atuve a bajar el tirante derecho de mi vestido por mi brazo, para luego hacer el mismo con el izquierdo, deslizar la cremallera de este y dejarlo caer completamente al suelo, dejando ver mi ropa interior. Y creo que no hizo falta más señal.

Volvió a cogerme en brazos para dejarme caer bajo él en la cama. El sonido de nuestros zapatos cayendo al suelo a la vez, las respiraciones que empezaban a acelerarse, los besos que habían empezado a nacer de sus labios y que dejaba por todo mi cuerpo y lo innecesaria que se había vuelto la ropa dio paso a que la temperatura aumentase en aquella habitación. Me miró a los ojos para cerciorarse de que esta vez no me echaría atrás, pregunta que contesté soltando la hebilla de su cinturón y dejando que sus pantalones se deslizasen por sus piernas. La primera gota de sudor frío recorrió mi espalda, muestra de que la temperatura seguía subiendo. Jugó con las tiras de mi sujetador hasta que decidió dejar de torturarme y, literalmente, me lo arrancó. Enrollé las piernas en su cintura para deslizar su bóxer con los pies. Dejó un recorrido con la lengua en mi estómago hasta que, con la boca, se libró de la última prenda de ropa que me cubría, con recelo separó mis piernas. Esta vez no me opondría, él lo sabía y no hicieron falta más indicaciones para que dejase besos y suaves mordiscos entre ellas. La temperatura entre esas cuatro paredes era mayor que cualquier fuego del infierno y una capa de sudor frío amenazaba con aparecer. Sentí sus besos ascender por mi abdomen hasta mis pechos y su erección entre mis piernas.

Una onda de placer y un gran escalofrío me recorrieron el cuerpo al sentir que nuestro juego de caderas comenzaba aquí. Los primeros gemidos salieron de ambas bocas y los míos llevaban su nombre, “Harry”. Su miembro entraba y salía de mí cada vez con más rapidez y fiereza, como acto involuntario llevé mis manos a su espalda, quizás produciendo algún que otro arañazo. La presión de su cuerpo la sujetaba colocando sus manos a ambos lados de mi cabeza, y, justo cuando creí que iba a llegar al clímax, juntamos nuestros labios conteniendo los gritos de placer que sin duda habrían sido escuchados en la mismísima China si fuera posible. Hundió su cabeza en mi cuello, dejando besos allí donde rozaban sus labios o simplemente dejándome sentir lo alocada que estaba su respiración en ese momento. Su aliento cálido y húmedo en el cuello me hizo, literalmente, enloquecer ahí mismo y pedir que no se separase por nada del mundo. Sus embestidas se mantuvieron constantes, y aprecié la suavidad con la que lo hacía, intentando disfrutar al máximo de cada momento en el que nuestros cuerpos estuviesen pegados.

Mi cuerpo terminó por arquearse bajo el suyo. Percibí mis sentidos vibrar tan pronto comenzó a detenerse. Nuestras caderas dejaron la batalla en tregua y se dejaron llevar por un vals suave. Sentí su cuerpo pegarse al mío y encajar a la perfección, cuales gotas de agua. Nuestros labios se encontraron de nuevo, sus manos exploraron curiosas hasta llegar a mi cintura, en la que se detuvo dejando caricias en mi cadera. Mi cabeza se apoyó en su pecho y oí su corazón, desbocado, bajo él. Mis ojos se cerraron fuertemente en un acto reflejo al sentir como su mano se colaba en mi feminidad y dejaba caricias. Su nombre se escapó de entre mis labios mientras me acariciaba y besaba mi estómago. Advertí una sonrisa sobre este al pronunciar su nombre. Sabía que quería explorar mi cuerpo y yo prometí dejarle. Volvió a las caricias en las caderas y subió hasta quedar a mi altura, abrazándome al mismo tiempo que yo me acurrucaba en su pecho.

Bajo aquellas sábanas se daba tregua a nuestra batalla, y nuestros cuerpos quedaban unidos en uno solo, a la perfección.

Del cielo al infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora