Martes 8 de agosto

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La lista está vacía. Ayer entró Andrew a mi habitación; debí tener un aspecto depresivo, porque se asustó.

—Pensé que estabas mejor —dijo. Lo observé por el rabillo del ojo mientas pretendía mirar el noticiero matutino con una taza de chocolate en mano.

—Pensé que estabas molesto conmigo.

—Es obvio que ambos estábamos equivocados —No sé por qué, pero lo que dijo me molestó.

Salí del edredón y me senté en la esquina de la cama. Ahora teníamos una conversación cara a cara.

—Quería disculparme por lo del otro día...—comencé a hablar.

—Está bien, te entiendo.

—No, en realidad no me entiendes —repliqué.

—Sí, tienes razón, no entiendo nada de lo que pasa por tu cabeza. Eres raro, Darwin, pero...—No sabía si me estaba insultando, o en realidad quería hacerme un cumplido—. No creí que acabarías así.

—¿Así cómo?

Andrew me echó una vaga y tímida mirada, pero estaba bien: ambos sabíamos a qué nos referíamos.

—Pensé que irías a la universidad, que viajarías. También pensé que te perderías, pero conociéndote aparecerías a las dos o tres semanas... Y que sobre todo, morirías viejo, tal vez solo y loco, pero morirías viejo.

—Eres el único que me ha hablado de la muerte.

—Lo siento.

—¡¡¡No, no te disculpes!!! Cuando volví, ustedes me miraron de la peor forma posible. Eso me hizo sentir fatal, enfermo.

—Lo sé.

—¡¡¡Claro que no lo sabes!!! Ninguno de ustedes entiende lo que estoy pasando.

—Lo sé.

Me derrumbé y lloré antes de pedirle una buena disculpa, y en ese momento, en la intimidad de mi habitación, quise abrazarlo, pero no somos hermanos de abrazos, lejos de eso, Andrew y yo, James y yo, somos hermanos de afecto lejano. Nos queremos, y lo sentimos entre nosotros, pero el sentimiento no culmina en muestra; ese es el modo en que hemos crecido, y la falta de cambio me conmovió más de lo que pude haber pensado, hasta que ayer, martes ocho de agosto, mi hermano se abalanzó y me abrazó, lloró en mi hombro porque sabía que moriría, y que él viviría por mucho más tiempo; que iría a mi entierro y vería mi tumba y quizá, desde alguna otra parte, yo también lo vería.

Entonces, en medio de nuestro abrazo, la habitación cambió, los objetos se movieron, las notas y las letras volvieron a llenar el ambiente; subían y llenaban mi pared con palabras que me hubiese gustado decirle a Andrew, pero que no le dije, porque no admitía un cambio en lo veníamos estado tendiendo. Estaba confundido, enojado, y a decir verdad, bastante triste. Quería decirle a Andrew que no me gustaba su abrazo; quería decirle que no me gustaba ese tipo de cambio, pero el calor de su cuerpo me reconfortaba, me hacía sentir a salvo, y de pronto, la misma mujer de los 60, la mujer que vi en el auto, apareció en mi pared, caminaba a una tienda y saludaba a un hombre.

¿Por qué solo la veo en blanco y negro? Y más importante, ¿por qué la veo?

Un instante FelizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora