jueves 14 de septiembre

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Mi vida hasta ahora ha sido una especie de montaña rusa que siempre va cuesta abajo; a veces hay declives, que de algún modo hacen que vaya hacia arriba, pero su destino siempre será ir cuesta abajo. Lo he aprendido estos últimos días.

El jueves 7 de septiembre, exactamente a las diez con cuarenta y cinco de la noche, mi cuerpo se detuvo. Básicamente quedé paralizado. No te mentiré diciendo que no sentí nada, contigo no puedo hacerlo; pero la sensación no fue placentera. Es como si tuvieras a alguien encima, colocándote una corona de hierro caliente en la cabeza mientas te sostiene todas las extremidades y te venda los ojos para que de algún modo te sientas más inútil de lo que normalmente lo haces.

No recuerdo qué pasó y quién me encontró. Luego tuve pesadillas y cuando desperté pude moverme de nuevo. El sábado 9 el doctor finalmente habló con todos y mostró los exámenes que me habían practicado los últimos días. Los exámenes mostraban lo mismo: el tumor no se había expandido, aún seguía en su gran trono en mi lóbulo frontal. Se veía enorme, y por Dios, en ese momento solo quería que de una buena vez terminara su trabajo.

— ¿Y cuándo me muero? —Todos parecieron sorprendidos por la pregunta, ¿pero por qué hay que dar tantos rodeos? La palabra muerte ya es un tabú en casa, pero para el doctor no. Él no me miró con lástima, y eso para mí significa mucho más que un abrazo y un falso todo va a estar bien. Todos en esa sala sabíamos que nada iba a estar bien.

—Es difícil saberlo.

—Dijeron que no podían hacer nada por mí. Dijeron que el tumor se había vuelto lo bastante grande como para matarme en un par de meses. Me mandaron a casa a esperar mi muerte. ¿Se equivocaron? ¿O usted cree que soy un idiota sentimental que se deprimirá por saber cuántas semanas tiene?

—No es eso.

— ¿Entonces qué es?

—Escucha.

—Lo escucho.

—El avance del tumor es imprevisto. Como le dije a tu madre, cualquier intento por removerlo solo empeoraría gravemente la situación. En cuanto a lo sucedido, es algo que se esperaba. Pero que el tumor no haya avanzado, y que no afecte tus áreas motoras es de algún modo algo impresionante.

—Entonces soy de algún modo una rata de laboratorio.

—No.

— ¿Cuánto tiempo me queda?

—No lo sé. Si el tumor se esparce serían solo unos días después de la parálisis y la ceguera. Pero de otro modo es difícil decirlo.

—Soy una bomba de tiempo.

—No.

Ese mismo día me dieron de alta y como hicieron la primera vez, me enviaron a casa a esperar la muerte.

Cuando llegamos el abogado llamó y dijo que vendría al día siguiente para abrir la bóveda de la tía Megan. No dijo nada sobre el día, pues la clausula especificaba que fuera después del 9. Ese domingo solo me levanté de la cama para abrir la puerta y quitar el afiche de piano que ocultaba la caja fuerte. El abogado la abrió y así fue como descubrí que la tía Megan solo me dejó cartas, un anillo y varios discos de música. Todos parecieron decepcionados al ver qué contenía aquella caja de plomo.

Sin ganas de leer algo, y lo suficientemente deprimido como para llorar en silencio, coloqué los viejos discos de vinilo en el equipo de la tía Megan, y pasé mi domingo escuchándolos. Eran lindas canciones, de esas canciones que de algún modo cuentan una historia; hermosas historias que podrían ser la banda sonara de alguna otra historia de ficción; donde se aprende lecciones y se vive de alguna manera feliz con lo que se consigue; de esas películas donde los protagonistas se enamoran al mismo tiempo y permanecen juntos hasta el final de los tiempos. Pero lastimosamente, esa no es mi realidad. En la vida real, no sabes quién es el amor de tu vida hasta que el amor de tu vida deja de amarte y encuentra a otro. En ese momento te das cuenta de lo importante que es esa persona para ti, pero lastimosamente ya es muy tarde. Entonces piensas que dejarás de amarla, pero eso no pasa, y me gustaría vivir más para descubrir qué pasa después, cuando yo mismo descubra que no puedo vivir sin ella.

El lunes once asistí a mi inyección de morfina rutinaria, mientras les pedía disculpas a todos por actuar como actué en el hospital. Luego salí y paseé por el edificio. Ya comenzaba a sentirme cansado de toda la tristeza que me rodeaba y quería ser fuerte, así que ese día, pretendiendo estar lo más animado que una persona con cáncer pudiera estar, me dediqué a conocer las singularidades de todos mis vecinos:

La Señora del piano se llama Agatha, y ahora siempre que toca me deja la puerta abierta para que pase y esté con ella. Mi otra vecina se llama Emma; tiene ochenta años, y es un tipo de mujer muy rara. Hoy le dije:

—Buenos días, Sra. Emma.

— ¿Bien y usted?

Me reí a carcajadas todo el camino hasta el apartamento de Joanna, que se había mudado mientras yo estaba en el hospital. Naturalmente todo el edificio se enteró de eso, y corrían rumores como: el hijo mayor trató de asesinarlo; tuvo una hemorragia; la madre sufrió un increíble accidente. Y este es mi favorito: intentó suicidarse.

Joanna sabe cuándo miento, así que ella es la primera persona fuera de casa que sabe que tengo cáncer.

Son las doce de la noche. Trataré de leer las cartas de la tía Megan antes de ir a dormir. Estoy un poco ansioso, a decir verdad.

Hasta mañana Richard Parker, ¿se te había olvidado tu nombre?  

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