Domingo 24 de septiembre

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Joanna asistirá mañana al liceo; no espero que haga muchos amigos, pero al menos quiero que encuentre a alguien especial que la haga reír y que la ayude a pasar el rato. Agatha ha pasado conmigo toda esta semana de cuatro a siete de la tarde; me enseña a tocar el piano y en algunas ocasiones me cuenta cosas sobre Irlanda; dice que es importante conocer mis raíces. En algunas ocasiones yo le hablo del viejo Wolff y su escape de Alemania, y le invento una historia sobre su vida, porque no me han contado gran cosa sobre él, y necesito llenar los espacios en blanco.

Cada vez que salgo de esas clases encuentro a Joanna sentada cerca del ascensor, así que mi mente ha estado ocupada estos últimos días, excepto el jueves por la mañana, que ocurrió de este modo:

La morfina ya no cubre el dolor; algunas veces siento que los lóbulos me estallan, sobre todo a la media noche y cuando despierto del poco sueño del que puedo disfrutar. Por eso, cuando el jueves por la mañana el maldito rington estalló en mi oído, contesté maldiciendo a Michael.

—¿Te enteraste?

—¿De qué demonios me enteré, Michael?

—El idiota de Richard Parker se suicidó ayer...

—¿Qué?

—¿No lo recuerdas? Es el desgraciado que nos arruinó la broma de la cafetería.

—¿Se suicidó?

—Solo se ahorcó, Darwin, no es para tanto.

— ¿Eres idiota? ¿Qué tienes en el cerebro? ¿Cómo puedes decirme que no es para tanto?

—Santo cielo, ¿qué demonios te pasa?

—¿Acaso tienes un poco de sensibilidad?

—¿Quién eres tú para hablarme de sensibilidad? Eres la persona menos sensible que conozco, incluso si muriéramos todos sé que no te importaría.

Estallamos en una discusión que luego terminó en disculpas.

Esa mañana no quise levantarme de la cama, y llamé a mamá para que de una buena vez me inyectara la morfina. Me obligaron a comer, y justo a las cuatro Agatha tocó a mi puerta. Mamá la dejó pasar al estudio-habitación, y allí ella me dijo que no le gustaban los pianistas indisciplinados.

—No es eso —le dije—. Murió un amigo.

—Lo siento mucho. ¿Cómo se llamaba?

—Richard Parker.

—No es el de la libreta ¿cierto?

—No, es uno que me odiaba.

—¿Qué?

—Me odiaba más que a todos mis compañeros juntos.

—Darwin, no quiero decir que no sea tu amigo, pero si te odiaba, ¿por qué eras su amigo?

—Ni siquiera lo trataba.

—¿Entonces por qué estás de este modo?

—Es que aquí —señalé mi cabeza—él era mi amigo, o al menos, uno de las únicas personas que me entendían. Él era el de la libreta.

—Cielo, estás muy sensible.

—Lo sé.

—Bueno, ya que charlé contigo, puedes levantarte e ir a practicar.

—No tengo ganas.

—Darwin, la vida es un momento, y luego de ese momento no sabemos si habrá otro, así que levántate de la maldita cama y sal de aquí.

—¿Por qué se esfuerza?

—Porque tienes talento, pero el talento no es lo único que te ayudará a triunfar. Si te esfuerzas, en uno o en dos años podrás...

—No estaré vivo en uno o en dos años. Me dieron de fecha límite noviembre.

—¿De qué estás hablando?

Le di esta libreta, y le dije que todo estaba aquí. Luego Agatha salió del cuarto y el lunes por la mañana llamó a la casa.

Solo hasta entonces recordé que no solo había escrito sobre el cáncer, sino también sobre La Mujer en Blanco y Negro. Ahora, pensando de nuevo sobre Richard Parker, me pregunto si lo que realmente me dolió fue su muerte, o la completa certeza de que no hay peor cosa que quedarse solo. Así que a esto se refería Luis hace tiempo, pensé.

Un instante FelizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora