Sábado 19 de agosto

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Sábado bipolar:

Me enteré a primera hora de que perdimos mucho tiempo con el salto en paracaídas: primero que todo, hay una salto, o una formación (en realidad lo ignoro), de una breve explicación en tierra (diez minutos), y luego el salto con un instructor amarrado a ti.

Cuando lo supe me puse de muy mal humor. Luego le pregunté a Maryland: « ¿por qué nosotros tuvimos cuatro clases, y por qué nos metieron en ese ventilador gigante?». Ella me contestó que era un sistema nuevo; un sistema para disipar las dudas de los principiantes sobre el peligro de lanzarse en paracaídas. Dijo otras cosas más, pero dejé el teléfono en la cama y me fui a bañar. Cuando regresé ella aún seguía hablando, y le dije (en especial para cortar la comunicación) que no me lo creía y que de igual forma, me había mentido con lo de las fechas achacándoselo al clima, que no sabía el motivo pero que no lo iba a olvidar.

Había buen tiempo (en realidad debería decir: hacía buen tiempo. ¿Pero quién hace el tiempo?), así que la clase sería hoy. Yo estaba de mal humor, pero también estaba excitado. Cuando nos subimos al avión, o al jet, como sea, se me hizo un nudo en el estomago, que luego subió a mi garganta cuando despegamos. A los 30.000 pies, comenzaron los saltos.

Se suponía que el primero iba a ser yo, pero me quedé congelado, y Michael tomó mí lugar. Luego fue Joanna, seguida de Maryland a quien le grité que la odiaba antes de que saltara. Seguía yo, pero cuando me acerqué a la compuerta y todo ese ruidoso aire me estremeció los oídos, retrocedí y dije que no saltaría. Luis saltó por mí.

—Salta —me ordenó Mike.

—No lo haré.

—¡Salta!

—No puedo —grité—, ¿y si el paracaídas falla? ¿Y si salto mal? ¿Y si cae un diminuto meteorito y atraviesa mi paracaídas? —Todo esto lo dije excesivamente rápido, así que debió sonar como una única oración.

—Entonces morirás; pero morirás sabiendo que viviste siendo feliz, y viviendo al máximo.

—Cierto —dije, y me volteé hacia la compuerta—. No puedo.

Entonces Mike me empujó, y recuerdo que grité un lo demandaré que debió perderse en el aire.

El aire estaba frío; yo hice todo lo que había aprendido hasta que vi a mis compañeros en sus paracaídas, y recordé que debía abrir el mío. Al hacerlo, sentí que algo sujetaba mis brazos y los tiraba hacia atrás. La velocidad de mi caída disminuyó, pero entonces no solo estaba asustado, sino que sentía una gran presión tanto en la cabeza como en el estomago, sin mencionar un extraño hormigueo que me recorría todo el cuerpo. Sentía que algo tiraba de mí hacia abajo, incluso sentía ganas de orinar. Ah, así que esto es la gravedad, pensé. Miré hacia arriba; allí estaban todos, que supieron exactamente cuándo abrir sus paracaídas. Luis estaba en silencio, Joanna, Maryland, y Michael gritaban de la emoción, mientras que yo estaba demasiado asustado como para hablar.

Podíamos ver en la lejanía a Loose Ends, los bosques, las casas de la época Victoriana que estaban en todo el Blue, y todo se veía tan diminuto. Solo el sol conservaba su inmenso y glorioso tamaño, y en ese momento se ocultaba, dejándonos un hermoso cielo naranja. Recuerdo que en ese momento pensé que ver a Loose Ends desde el cielo, era mucho mejor que verlo desde las colinas de Lickey Hill, a las afueras del Blue.

La caída duró un poco más de los cuatro minutos, y en ese momento me maldije, por no saber apreciar algo tan hermoso, tan eterno.

Luego tuvimos una sentimental despedida, de la cual no participé; me dolía la cabeza y en media hora tenía que ver a Emily en la Plaza Mayor.

Fui a la farmacia y luego, tras tomarme las pastillas (y cuatro tazas de café), tomé el bus para llegar más rápido. En el puesto delantero estaba una niña con su madre. La niña debía tener un poco más de cuatro años, y cada vez que tocaba el suelo daba un salto hacia el asiento y repetía el acto, hasta que la madre le preguntó que por qué lo hacía:

—Mami, cada vez que lo toco siento que estoy soñando. Es como un sueño.

Pensé que la niña iba a crecer con fuertes retrasos mentales, y que su madre seguramente la dejaba todo el día viendo televisión en vez de encargarse de ella. Luego, a mitad de camino, pensé que la niña era una de esas personas que se siente feliz con las pocas cosas que le da la vida. ¿Por qué no me siento así de feliz cada vez que toco el suelo del bus? Me dije que la niña no tenía ningún retraso; era única, era feliz con esas cosas a las que yo no le veo sentido. Me dije que sería bueno aprender de ella.

Pasé el resto del viaje con una sonrisa en la cara.

Hicimos planes para vernos en friendlier; no sé si eso fue una señal o no, pero aún lo ignoro. Ella no había llegado, pero no estaba molesto. Joanna a veces hace que yo la espere hasta media hora. Es toda una diva.

Emily llegó veinte minutos tarde, se disculpó, y le dije que estaba bien. Pedimos la usual comida chatarra que allí venden y nos fuimos a sentar al booth de dos plazas, uno frente al otro.

Comimos, reímos, charlamos, incluso hubo momentos en los cuales nuestras piernas se rozaron, pero lejos de eso, nada pasó. La acompañé a tomar el bus, porque Emily no vive en el centro de Blue Merck's Town, como muchos lo hacen. Nos despedimos, y yo regresé a casa caminando. Pensé en todo lo que había pasado desde recibir la noticia del tumor, y me di cuenta de que no había hecho mucho, e imaginé que me quedaba en casa, sin hacer nada, hasta que llegara mi final. Esperando, esperando, esperando. Voy a morir en Blue Merck's Town, pensé. Aceleré el paso y llegué a casa, y luego mi día terminó tal como empezó.

Me voy a dormir.

Un instante FelizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora