Martes 19 de septiembre

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El domingo 17 de septiembre, cuando mamá salió a la iglesia y Andrew aún dormía, me escabullí del apartamento y fui directo a la farmacia. El local era pequeño, y las paredes color manzana le daban un aspecto amistoso. La cajera, que fue muy amable, me dijo que el farmacéutico había salido y que regresaría en media hora. Le dije que era linda y ella, ruborizándose y seguramente sintiéndose incómoda, me agradeció y preguntó si necesitaba algo.

—Sí —le dije—, pero no estoy seguro de que pueda ayudarme.

— ¿De qué se trata?

—Estoy buscando a alguien, a mi abuela. No, no me he perdido. Lo que sucede es que mi mamá es adoptada. No quiso buscar a su madre, pero yo sí quiero hacerlo. Sé que antes trabajaba acá, por eso vine.

La cajera guardó silencio, mientras, yo me preguntaba internamente si realmente la mujer en blanco y negro había trabajado allí. Quién sabe, quizá era la dueña, o guardaba una relación con la farmacia muy ajena al trabajo; pero la verdad es que no tenía cómo saberlo: las señas de la mujer en blanco y negro solo indicaban el lugar, no decían nada más.

— ¿Estás seguro de eso?

—Sí, muy seguro.

Me miró en silencio, yo intenté decir algo, pero no se me ocurrió nada.

—Espero que sea cierto esto.

— ¡Lo es! —grité.

—Está bien, te creo —Dejó caer su brazo sobre el mostrador y murmuró un tenía que pasarme esto a mí. Luego, reincorporándose en su posición original, continuó hablando—. Escucha, no puedo ayudarte.

—Bien, esperaré por el farmacéutico —le dije.

—El tampoco te podrá ayudar.

Nos quedamos en silencio. Ella clavó su mirada en mí y yo, por alguna extraña razón, me resistí a apartarla.

— ¿Cómo te llamas?

—Darwin.

—Bien, Darwin, hagamos un trato; cuando todo esto acabe vendrás para acá y me contarás cómo ha acabado todo, ¿vale? Solo si me das tu palabra de que harás eso, te ayudaré.

Sin pensarlo, le di mi palabra.

—Está bien. No tengo permitido darte detalles sobre quienes trabajaron acá, y aunque quisiera, no podría; todos los registros están guardados bajo llave. Lo que puedo darte es la dirección del viejo dueño. Está por la zona.

Le dije que sí. Anotó la dirección en un papel arrancado de su libreta, y deseándome buena suerte me despidió. Afuera, siendo consciente de que no conocía Rudmer, le pregunté al primer transeúnte que pasó, y así anduve, Richard, por más de una hora; fue horrible. Ya cuando me daba por vencido, le pregunté de nuevo a una señora, ah, venga, eso es en casa del viejo Fred, dijo. Me guió hasta una casa por la que ya había pasado antes, siguiendo las indicaciones de una mujer que ahora que escribo esto, me doy cuenta de que estaba muy ocupada como para detenerse a descifrar la caligrafía de una universitaria con trabajo de medio tiempo. Bueno, tal vez la cajera no era universitaria, quién sabe.

Toqué el timbre. La señora que me indicó la casa del viejo Fred, se quedó allí conmigo, con su mano sobre mi espalda.

—Sabe, no estoy perdido —le dije, alzando la vista hacia ella, justo cuando me di cuenta de que esa escena tenía un aura de reencuentro. Ella, la salvadora que había encontrado al perdido, ahora lo llevaba al reencuentro que el tiempo, la tragedia, el destino, había separado; ella, redentora al final de tiempo, había intercedido con su mano divina para cambiar el curso del evento.

—Lo sé, cariño, no es solo por ti.

Esperamos allí por un tiempo, y ya, cuando pensamos en retirarnos, un viejo hombre encorvado abrió la puerta.

—Clara —dijo—. Tiempo sin verte —Ambos se saludaron y luego, Clara, la salvadora, me presentó.

—Sí —dije, cuando la señora clara terminó de presentarme—. Estoy buscando a mi abuela. Estoy seguro de que trabajó en la que era su farmacia, o tenía alguna relación con ella.

No preguntó si estaba perdido, ni la razón por la cual la buscaba. Creo que cuando dije que había trabajado en la que era su farmacia, el hombre entendió que la pérdida venía desde hacía mucho tiempo atrás, quizás antes de que yo hubiese nacido. Me preguntó su nombre, porque era capaz de recordar todos los nombres de todos los empleados que había tenido a lo largo de 6 décadas, y yo, que podía decir que se llamaba Bonnie pero no como era, le dije lo único que sabía.

—Bonnie —repitió—, y no sabes cómo luce ella. La verdad es que lo he escuchado antes, pero estoy seguro de que no trabajaba para mí.

— ¿Está seguro?

—Sí.

Sentí que perdía la única pista que tenía y automáticamente empecé a sentirme mal. Inspirado por lo que viejas películas enseñan, le di mi número, esperando que algún día pudiese recordar dónde había escuchado el nombre de la mujer en blanco y negro, y volví al apartamento, Richard, bastante deprimido y con el estómago vacío.

Espero mañanatrascribir las cartas, así lo sabrás todo    

Un instante FelizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora