Era así, con soberbia simpleza que se te ocurría pensar en el tiempo y el espacio. Mirabas el lugar, casi girando 360 grados imaginariamente para suponer que en todo, la ciudad entera, habitaría la muerte con todo su donaire desplazándose a sus hanchas soplando entre la hierba y las ruinas, de polvo y huesos. Trágicos momentos de reflexión. Te veía como un arcángel, alado valga decirlo, pero negro como brea vomitando supersticiones sin pizca de elegancia. Era de entender para los adentros de las entrañas, así como yo hablaba para mejor redundar, que más que loca eras, y fuiste, una niña ávida de amor pero temerosa que cuando grande compró el Bhagavad gita para leerlo de cabo a rabo, casi sin gesticular para al terminarlo, anunciar las verdades eternas de la conciencia de Krishna. Jamás objeté semejantes posturas, y asentí todos aquellos comentarios tuyos, serio llevándome los vegetales frescos a la ranura de la boca para tragarlos sin masticar apurando el acto de la cena de fin de semana contigo porque mintiendo encontraba elegantes excusas para evadir tu obnubilada realidad.