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Mi vida sin Tom.

Día 4

En casa de Tom.

Después de cuatro interminables días recluido en su casa Tom ha tenido más que suficiente de convalecencia. Se ha pasado tardes enteras encerrado en su vestidor. Entre esas cuatro paredes atesora sus reliquias más preciadas: mis vestidos y mí anillo de compromiso. Lo ha sostenido entre sus dedos durante horas mientras contemplaba el que era mí armario. No podía sacar de su cabeza la imagen de lo preciosa que lucía mí espalda  dentro de ese vestido rojo la noche que fuimos a la ópera. Cómo la delicada tela de la prenda parecía acariciar mí todavía más delicada piel .

Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la isleta del vestidor y agarrado a una botella distinta cada día, trata tanto de retener mí imagen  cómo de deshacerse de ella. Pero parece que estoy en todas partes. Me recuerda riendo, bailando sobre el sofá, siguiéndole hasta la ducha... ¡Maldita sea!, se fustiga. A veces todavía le parece escuchar mis pasos en el silencio de su hogar. En cada rincón de la cocina hay chocolate escondido... ¿Por qué sigue aquí si yo la he echado?, se pregunta Tom.

Ya había decidido que volvería al trabajo a pesar de qué aquella mañana había amanecido con los ojos hinchados porqué su noche se volvió día sin avisar.

Elisabeth.

Esa mañana, cuando llego a la oficina, me llama la atención que la puerta del despacho de Tom esté abierta. Sin embargo, me acomodo en mi mesa y enciendo el ordenador intentando mantener la calma. ¿Tom está aquí?

Tras diez minutos en los que observo la pantalla del ordenador pero soy incapaz de leer nada, alzo la vista para tratar de centrarme. En ese momento mis ojos se encuentran con los de Tom, que sale de su despacho en ese mismo instante. Nuestras miradas se cruzan durante tan sólo un segundo. Los ojos de él están vacíos y se han tornado oscuros. Sus ojos ya no hablan de como era, de como fue. Fugaces, se han vuelto inhóspitos y desconocidos. No hay esperanza en ellos.

Confusa, trato de recuperar la compostura. Es la primera vez que veo a Tom desde que pusimos punto y final a nuestra relación y su aparente indiferencia se me ha clavado en lo más profundo del corazón. ¡Su frialdad no vale las mil lágrimas que he derramado por él!

La madre de Tom, tras asegurarse de qué su hijo tendrá la mañana ocupada por varias reuniones, se presenta en la oficina dirigiéndose directamente a mi despacho.

-Elisabeth...

-Buenos días señora Taylor- le saludo con corrección.

-Mi hijo tienen una jornada muy ajetreada y me ha pedido que envíes flores a Catherine. La futura condesa de Rutland me comentó que el ramo que escogiste el otro día era precioso. Quiere que te felicite por tu buen gusto- me asegura poniendo a prueba mí paciencia.

Yo, incapaz de contestarle sin soltar algún improperio, asiento con la cabeza.

-Por cierto...- continúa la madre de Tom-... tienes mala cara, querida... ¿Acaso no te encuentras bien?- me pregunta con inquina.

La mezcla de tristeza y rabia que corre por mis venas está a punto de responder por mí, pero logro controlarla clavándome las uñas en la palma de la mano. Con los puños cerrados y la cara desencajada le aseguro que empiezo a padecer los síntomas de una gripe y fuerzo una tos impostada para demostrárselo. Es tan falsa su preocupación por mí  cómo mí respuesta y las dos somos conscientes de ello. Sin más, la señora Taylor abandona mí despacho y yo me muestro encantada de perderla de vista.

Esa tarde, después de la pausa para la comida, mis pensamientos me atormentan y siento que estoy a punto de explotar. Me levanto de mi silla y doy la vuelta a la mesa. Tras la pared que tengo delante está el despacho de Tom. Él está al otro lado y no ha tratado de ponerse en contacto conmigo. Tan sólo un tabique nos separa aunque parece tener el grosor de la inmensidad del espacio exterior. Impulsada por el corazón deslizo mis manos por ella cómo si así pudiera tocarle. No soy consciente de qué, tras la misma, Tom apoya sus manos y su frente en la pared tratando de sentirme más cerca.

CITY OF LONDONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora