65. Toronto

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Cuando llegué a la cabina del avión, una azafata me indicó que pasase al interior del compartimento de pasajeros. Me quedé alucinada por el lujo y distribución de aquel aparato, no faltaba detalle. El espacio era muy amplio, pero lo que más me sorprendió es que aquella cabina parecía una oficina volante. Tras pasar por un pasillo enmoquetado con sobriedad pero buen gusto en el que había cuatro puertas a los lados, llegué a una gran sala dominada por una mesa de cristal. A su alrededor pude contar hasta siete grandes sillones de cuero gris. El más grande de ellos, de un color más oscuro, presidía el extremo de la mesa. Al fondo había dos puertas de madera oscura. Toda la sala estaba deliciosamente decorada con un ambiente acogedor. De las paredes colgaban cuadros y me pareció que uno de ellos podía ser un Van Gogh. Me quedé admirando la estatua de color negro que adornaba uno de los laterales de la entrada. No era experta en arte, ni mucho menos, pero habría jurado que aquello era un Rodin auténtico.

No había nadie más que yo en la sala, así que esperé de pie. El gigante oso teutón que me había acompañado, venía detrás de mí por las escaleras, pero no vi dónde se había metido. Me giré al espacio del pasillo. No había nadie.

Al cabo de unos momentos, las turbinas del avión se pusieron en marcha y la joven azafata que me había recibido cruzó el pasillo.

—Herr Kauffmann está descansando, pero ha dispuesto que la acomodemos en la cabina tres. Por favor, sígame -dijo con un peculiar acento cuyo origen no supe detectar.

Me acompañó de vuelta por el pasillo y abrió una de las puertas que lo flanqueaban para que entrase.

El espacio era realmente amplio. Estaba dominada por un enorme butacón de cuero gris. Sobre el techo había una pequeña trampilla. En gran reposabrazos, parecía que se escondía una pantalla. Frente al lujoso sillón había una pequeña puerta.

—Le ruego que se siente y se abroche el cinturón. Vamos a despegar.

—Gracias.

La butaca era muy cómoda. Tenía un panel de botones en uno de los reposabrazos que adaptaban la posición del respaldo y reposapiés. Aquel asiento era capaz de transformarse en una cómoda cama y disponía también de funciones de masaje con calor incorporado. Otros de los botones tenían la capacidad de desplegar una mesa que salía de debajo de la ventanilla o de hacer aparecer del techo una pantalla de un tamaño muy considerable. Aquella cabina contaba con todos los lujos que un espacio pequeño podía permitir, incluso disponía de una consola de juegos y conexión de Internet. Al menos sería un viaje cómodo.

—La conexión de Internet no estará disponible durante el vuelo. Le ruego que me disculpe.

—Claro, sí —le contesté. Me sentía abrumada—. Disculpe, ¿Sabe a dónde nos dirigimos?

—Por supuesto, señorita White. Nuestro destino es Toronto.

—¿Cuánto dura el vuelo?

—Unas ocho horas aproximadamente -Me pregunté qué se le habría perdido a aquella gente en Toronto.

En aquel avión apenas se escuchaban ruidos y de haberlo habido, tampoco lo habría escuchado porque entre las virtudes de aquel espacio privado, se encontraba un iPod con el que podía escuchar una larga lista de diferentes estilos musicales. Traté de concentrarme en todo aquello que debía suceder. El destino se dibujaba ante mí con un incierto horizonte salpicado de nubes grises, como las de aquella lluviosa mañana, a más de cinco mil kilómetros de mi hogar y lejos de cualquier persona conocida. No conocía nada de aquel lugar, solamente que estaba en Canadá, sin duda, me deparaba muchas sorpresas y debía estar concentrada para cualquier cosa.

Renasci - La forja de una espíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora