12. Taxi

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No podía creer lo que me estaba pasando. En menos de veinticuatro horas, un loco con una pistola me había encañonado. El hombre que evitó males mayores defendiendo a unas extrañas y entregando a aquel tipo a la policía, había pasado la noche en mi casa. Yo me había enamorado como una colegiala atacada por una legión de cupidos francotiradores. Ahora habían secuestrado a una de mis dos mejores amigas, y estaba atada y amordazada en algún lugar del puñetero barrio chino de Londres. Cuando los astros se alinean parece que el caos se apodera del Universo. Por último, alguien intentaba extorsionarme con el secuestro de mi amiga y todavía no sabía el motivo. No recordaba en ese momento el nombre de la calle, así que cogí de nuevo el teléfono para ver si había vuelto la cobertura.

—¡Mierda de teléfono! —dije en voz alta al tiempo que me quedaba mirando la guantera central del coche.

El taxista tenía un teléfono móvil además de una radio. Me sentí estúpida. El secuestrador me controlaba antes, podía verme, pero ahora no. Solo necesitaba realizar una llamada telefónica. Tenía ante mí la solución al problema. No me lo pensé.

—Disculpe por favor —llamé la atención del taxista— mi teléfono está muerto, no tiene cobertura. ¿Le importaría a usted que hiciera una llamada telefónica? Es de vida o muerte.

—¡Claro señorita, sin ningún problema! —me contestó el taxista y se apresuró a alcanzarme su teléfono.

En ese momento volvió a sonar el mío. Yo lo tenía todavía en la mano y pronto vi de quién se trataba. Descolgué.

—¿Sí?

—Creí haberle dicho que no hablara con nadie. Por su culpa, ahora a su amiga le quedan 5 minutos menos de vida. ¡Corra señorita Charlotte, corra! —la llamada se cortó.

No podía ser cierto, de algún modo el secuestrador me estaba controlando.

—Tenga señorita —me dijo el taxista mientras me seguía alargando el teléfono—. Aunque parece que su teléfono ya tiene cobertura.

—Sí, disculpe, eso parece —me excusé. No podía usar el teléfono del taxista. El secuestrador me estaba controlando de algún modo.

Un mensaje volvió a aparecer en pantalla. El reloj digital de dígitos rojos que aparecía sobre el pecho de Letty marcaba 32:12. Miré mi reloj. Debían faltar treinta y siete minutos en lugar de treinta y dos. Cerré el mensaje y me quedé mirando el teléfono desolada.

Un rápido vistazo al porcentaje de batería que me quedaba me dio el resto de la información que necesitaba. Apenas le quedaba un 40% de su carga. Lo había puesto a cargar esa misma mañana. La batería solía durarme unos 3 días. La velocidad a la que se había drenado la carga solo podía significar dos cosas: o de repente se había estropeado o tenía un excesivo consumo. El consumo podía ser por la falta de cobertura, pero aun así me parecía excesivo.

En ese momento caí en la cuenta y decidí que la cosa era muchísimo más grave y estaba más planeada de lo que había podido imaginar. Si el secuestrador sabía en todo momento lo que estaba haciendo era porque en la calle podía verme, pero ahora... podía escucharme. Yo sabía muy bien que podía romperse la débil seguridad de un teléfono móvil con conexión de Internet y dejar el auricular abierto vía bluetooth o vía datos a cualquier otro terminal o incluso a Internet. Descarté lo del Bluetooth porque para poder conectarse a mi terminal, el hacker tendría que estar cerca. Yo iba en un taxi y en movimiento habría sido mucho más difícil mantener la conexión activada. Tenía que ser a través de los datos.

Pensé en cortar los datos, pero ¿y si el secuestrador controlaba todo el terminal? Igual que había intervenido el auricular, podría haberlo hecho con el resto de las funciones. La cámara, el GPS, las llamadas, contactos, correo, todo. Cualquier cosa que hiciera con el teléfono para despistar al secuestrador podía tener consecuencias catastróficas.

Mientras el coche se desplazaba, continué analizando la situación. Lo que tenía claro era que el secuestrador necesitaba algo que yo podía darle pero no tenía ni idea de qué podía ser. Yo no era nadie influyente. Si el secuestrador se había permitido la molestia de hacer todo eso, sin duda era algo de mucha importancia para él. No podía hacer nada más. Tampoco apagar el teléfono. Él lo sabría y no sabía qué represalias podría tomar. No había opciones. No podía hablar con nadie.

Miré de nuevo el reloj. Faltaban apenas doce minutos para que cumpliese el plazo, todavía estábamos lejos de la empresa y pensé por qué tenía que ocurrir esto. Mi vida estaba rota. Mi garganta agarrotada. Mi pecho se rompía de dolor. No entendía nada. ¿Quién estaba detrás de esto? ¿Por qué yo? ¿Por qué tenía que dirigirme a mi empresa?

En la oficina no había nada que yo pudiese darle al secuestrador. Yo controlaba toda la investigación desde mi casa. Utilizaba una conexión segura VPN para acceder a la red interna la empresa. De ese modo tenía acceso completo a los archivos de la investigación. Aunque tal vez eso no lo sabía el secuestrador y por eso me enviaba a la oficina. Me extrañaba, sabía demasiado de mí y se había preocupado demasiado por hackear mi teléfono, preparar un secuestro e incluso lo que parecía una bomba. Pero, ¿qué coño pretendía hacer aquel cabrón con una bomba? Mis ojos comenzaron de nuevo a humedecerse y pronto un reguero de lágrimas corría en silencio por mis mejillas. Ya quedaba poco para llegar a la dirección que aquel individuo me había indicado y que tan familiar me resultaba. Tenía que hacer lo que me pedían y punto.

—¡Claro! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? —me dije a mi misma al tiempo que me puse a hurgar nerviosa en mi bolso. Encontré mi salvación. A toda prisa comencé a escribir con el bolígrafo en el pequeño block de notas que llevo siempre encima: "Soy Charlotte White. Avise a la policía por favor. Un hombre ha secuestrado a mi amiga Letty Evans. Se encuentra en un piso de la calle donde me recogió. Me están extorsionando. No puedo hablar. Socorro por favor."

—¡Dese prisa, por favor, toda la prisa que pueda! —le pedí una vez más al taxista.

Justo en el momento que llegaba el taxi al número 26 de Hammersmith Grove, había terminado de escribir la nota que guardaba en el puño. Le ofrecí la tarjeta de crédito que pasó por el datáfono. El taxímetro marcaba 20,50 Libras. Miré mi reloj: faltaban menos de tres minutos para cumplir el plazo. Los veinte segundos que tardó el datáfono en dar el visto bueno a la operación me pareció una eternidad.

Cogí la tarjeta a toda prisa y con la otra mano le ofrecí una moneda de una Libra enrollada en el papel que acababa de escribir. Miré a los ojos al taxista, su cara era de absoluta estupefacción. Aun con la tarjeta de crédito en la otra mano, me llevé el índice a la boca en señal de que no hablase. Después, le señalé el papel.

—Muchas gracias por todo, señor, tenga, una propina —le dije en el tono más natural que pude mientras el hombre tomaba de mi mano la pelotita de papel.


¡Un día más y de nuevo os saludo! Gracias por leer mi novela

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¡Un día más y de nuevo os saludo! Gracias por leer mi novela.

Hoy no os voy a pedir que votéis porque sé que quien ha leído hasta aquí ya lo está haciendo... Bueno, todos menos tú.

No, tú no.

Sí, tú, no te escondas ahí detrás, no pongas cara de congrio..., te estoy vigilando. Sigues en mi lista negra...

¡Feliz lectura a todos! Sí, a ti también...

Renasci - La forja de una espíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora