66. Cálida bienvenida

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El sol brillaba anaranjado entre las nubes dispersas que en esos momentos descargaban una ligera llovizna sobre el aeropuerto, la sensación de temperatura era fría y ésta aumentaba mi inquietud por momentos.

Al pié de la escalerilla del avión, nos esperaba el guardaespaldas con un enorme todo terreno Hummer de color verde militar, una analogía con el motivo de mi estancia allí que me pareció de muy mal gusto. No había rastro de mi maleta ni de mi ordenador portátil, así que deduje que estos objetos ya se encontraban en el maletero del coche.

También esperaban dos agentes de policía. Por un momento pensé que podrían poner suficientes impedimentos para mi entrada en el país, pues no había hecho ningún trámite. Kauffmann estuvo hablando durante breves instantes con ellos; al parecer, se había asegurado de sacar por mí una autorización electrónica de viaje e incluso yo contaba con una invitación formal del país para trabajar en proyectos de investigación. Los agentes se limitaron al sellado nuestros pasaportes, dándonos vía libre para destruir su país.

Una vez nos hubimos en el vehículo, el musculoso teutón condujo por una de las pistas hasta una zona dentro del propio aeropuerto Hamilton—Munro donde nos esperaba un helicóptero.

El ruido y rugir de las aspas del aparato al que Kaufmann nos invitó a subir no hicieron sino aumentar la sensación de tormenta que ya se mascaba en el ambiente. Me arrebujé en el abrigo y subí a aquel aparato que debía transportarnos a nuestro destino.

Sobrevolar la ciudad de Toronto al atardecer, fue una experiencia única. Contemplar aquella ciudad cosmopolita de una vital importancia estratégica y financiera en el norte del continente americano, fue una de las experiencias más gratificantes de mi vida. Dominaba el paisaje el descomunal lago Ontario, del que recibía su nombre la provincia y a cuyas orillas se encontraba la ciudad más poblada de Canadá. Los reflejos de la increíble gama de colores con las que nos recibió el inminente ocaso, se convertían en un sinfín de destellos que parpadeaban en los cristales de las gigantescas moles de más de veinte modernos rascacielos.

—¿Sabía que Toronto es una de las ciudades con menor índice de criminalidad del mundo y que se considera una de las mejores del mundo para vivir? —me dijo Sanders.

—No lo sabía —Zanjé la conversación.

Sanders parecía emocionado mientras iba señalando y reconociendo sobre el terreno algunos puntos estratégicos y culturales de la ciudad. De ese modo, pude saber que la gigantesca torre de más de medio kilómetro de altura situada entre los altos rascacielos de Toronto, típica de cualquier postal de la ciudad, era la Torre Nacional de Canadá y que estaba considerada una de las Siete Maravillas del Mundo moderno. Aunque siempre me había caído bien, con todo aquel asunto de Renasci no me apetecía socializar con él. No estaba de acuerdo con los tintes que estaban adoptando las pretensiones mesiánicas de la organización. Me pareció un curioso contraste que una ciudad tan segura, fuese a ser objeto de un ataque terrorista y que una pacifista como yo, fuera a ser el brazo ejecutor de aquel anuncio del Apocalipsis.

Quedé absorta en mis pensamientos cuando divisé las islas de Toronto, una pequeña lengua de tierra en la costa del lago que se unía a la ciudad por puentes. Después el helicóptero viró a la izquierda sobrevolando la ciudad y dirigiéndose a las afueras de ésta.

Aterrizamos en un pequeño helipuerto de algún sitio a unos veinte o treinta kilómetros al norte de la ciudad. Una nave de hormigón gris sin ningún letrero exterior, era el único elemento que desentonaba con el paisaje. Todo era calma y paz. Una segadora de color rojo que el tiempo había acabado por llenar de óxido, era la antesala a disfrutar de los enormes praderas de cultivo que bordeaban la propiedad y los bosques de hoja perenne de más allá. Era un lugar con la magia suficiente como para desear vivir en aquel paraíso, un micromundo espacioso y limpio donde el tiempo no transcurría a la misma velocidad y en el que las tecnologías que ahora lo inundaban todo, no eran más que ecos de una sociedad distante.

No había nadie esperándonos. Después de bajar del helicóptero, éste alzó sin más el vuelo para desaparecer en el horizonte por el que habíamos llegado.

Respiré mientras observaba a mi alrededor, embelesada por la belleza del paraje y una voz me sacó de mi ensoñación.

—¡Charlotte! —La voz de Szczesny era inconfundible para mí.

Al girarme, vi que mi ex novio había aparecido del interior de la nave y ahora corría hacia mí con una sonrisa en la cara de felicidad plena. Por mi parte, me alegré de verlo. Puede que no estuviese haciendo lo correcto, pero desde luego Szczesny no tenía mal corazón. Budny saludó efusivamente a Kauffmann cuando llegó a su altura.

—¡Me alegro mucho de verte! —dijo mientras lo estrechaba en un abrazo que el estirado alemán correspondió sonriente—. ¿Te dije que Charlotte era de las nuestras?

—Eso es lo que parece —le contestó Kauffmann sonriente. Me pareció un gesto que no casaba nada con aquel hombre inexpresivo, pero había sinceridad en sus facciones.

Al momento Szczesny se giró hacia mí y me abrazó con fuerza, levantándome por los aires.

—¡Sabía que tomarías la decisión adecuada! —me dijo pletórico de alegría.

—Tampoco tuve demasiada opción —le dije sin demasiados halagos—. Yo también me alegro de verte, pero no ejerzas de oso conmigo, por favor —le pedí para que dejara de agasajarme de esa manera. No me sentía bien entre sus brazos.

Mientras charlábamos, Sanders y Kauffmann andaban por el camino que daba acceso a la nave.

—Perdona —me soltó y se quedó sonriendo mientras se rascaba la cabeza—, olvidé por un momento que no eres una mujer libre.

—No es por eso, no seas imbécil —bromeé—, aunque también.

—Claro, además tu novio me cae muy bien, Charlotte. El pasado, pasado está y sé que ambos hemos girado página —dijo de forma poco convincente—. Ahora lo que importa es el futuro que nos espera.

—¿Por qué no estuviste en la reunión? —le reproché.

—No pude ir, la organizaron demasiado deprisa. Está claro que algo se está cociendo —me dijo levantando los hombros—. Hemos viajado todos directamente aquí. ¿No te parece maravilloso este lugar?

—¿Hemos? ¿Quiénes?

—¿No te lo han dicho Charlotte?

—No me han dicho una mierda Szczesny. Después de interrogarme a conciencia, solamente me dieron tres opciones. Unirme a Renasci o unirme a Renasci. La tercera no quise ni preguntarla, pero no sonaba nada bien.

—Comprendo —dijo en tono triste—,todo ha sucedido muy deprisa, supongo que es normal. Ahora verás por qué.

—¡Déjate de secretos, creo que ya puedes hablar con claridad! Estoy aquí, ¿no? Algo debería significar eso para ti.

—No es un secreto, Charlotte —me dijo con una sonrisa muy amplia—. Ya no habrá secretos para ti. Eres una de nosotros. Pero ven, ¡vamos, ven! Tengo que presentarte a nuestra gente.

—¿Pero quién está ahí dentro? —insistí con energía. Su falta de información me estaba haciendo perder la paciencia.

—La plana mayor de Renasci, ¡Charlotte!, la gente importante, la única que puede hacer algo por cambiar el statu quo de esta sociedad decadente y podrida.

Jamás habría esperado tal bienvenida y Szczesny estaba exultante de energía y muy excitado.

—¡Charlotte, han venido todos a darte la bienvenida! —me dijo mientras tiraba de la manga de mi abrigo para que fuera con él.

Aquel habría sido el momento perfecto para que una horda de policías apareciesen de entre los árboles para asaltar la puerta frente a la que me encontraba. También deseé que un misil derribase los muros de hormigón de aquella estructura. Cualquier cosa menos entrar allí. Estaba aterrada.

Pero eso no sucedió.

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Aviso a navegantes. Hoy subiré al menos otro capítulo más.

Se abre el turno de comentarios de esos que tanto me gustan.

Muchas gracias por estar aquí.

Renasci - La forja de una espíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora