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Todo lo qué sí sé muy bien, era que nací de esta manera. Podía sentir perfectamente mis piernas pero ellas, idiotas, no respondían a mi cerebro. No podía moverlas. Afortunadamente ellas crecían de manera normal, cosa que no podía decir Jack, un compañero de rehabilitación, que tenía las piernas más pequeñas que el resto de su cuerpo. Era como si el torso de un hombre de 30 años estuviera pegado a las piernas de un niño de 10. Era extraño.

De hecho, si yo estuviera sentado en algún lugar sin mi silla al lado para delatarme, parecería otra persona más. Pero no era así.

Mis padres se enteraron de mi defecto cuando tenía 2 años y aún no aprendía a caminar. Luego de unas pruebas, lo descubrieron. Así quedé condenado a la maldición de la silla de ruedas, que para colmo no tenía soporte lumbar y me daba tremendos dolores de espalda.
Ellos lo tomaron con calma porque el médico, un sujeto con un mostacho raro, dijo que yo podría mejorar. Lo hice. Con el tiempo pude dejar la silla y usar muletas, pero no quise. Eso requeriría de tener unos brazos muy fuertes, cosa que no eran mis brazos de fideos. Y hubiera tenido que ir a rehabilitación todos los días con el doctor de mostacho estrafalario. No, gracias.
Para ser honesto, intenté ponerme de pie varias veces pero no pude. Pesaba demasiado. Lo dejé por la paz.

Sin embargo eso no hizo que yo tuviera que dejar de ir a citas médicas. Odiaba los hospitales.
Los odié con mi alma hasta que una vez, mientras visitaba un enorme hospital, conocí a un doctor. Era como los doctores que veía en la serie de hospitales que tanto me gustaba. Era hermoso, simpático, amable y atento. Me dijo que tenía un consultorio médico hasta el otro lado de la ciudad. Tomé la decisión de que si alguien iba a atenderme, tendría que ser él. Convencí a mamá de que me llevara con el doctor Harper. Tenía que conducir una hora, pero como se lo pedí personalmente, accedió.

Una de las ventajas de estar discapacitado y ser el hijo menor de una familia pequeña, era que si yo le pedía a mamá un unicornio, seguro que ella lo conseguía. Podría tener todo lo que quería. El problema era que no solía necesitar nada.
La tecnología no me emocionaba. Tenía un teléfono celular, pero en realidad me daba igual tenerlo o no. También una computadora, pero no la usaba casi. En mi infancia había tenido muchos juguetes pero no los deseaba realmente.

Supongo que cuando puedes tenerlo todo, terminas por dejar de sorprenderte.

Ese día, mamá me llevaba a mi cita mensual. Ya en el auto, empezó a preguntarme qué era lo que le pediría a Santa.

— Un unicornio— dije.
— ¿Un animal de peluche?
— No. Uno real. Un auténtico unicornio, no un pony con un cono en la cabeza.
— Eso será difícil de traer, incluso para Santa.
— Entonces pediré algo más pequeño.
— Sí, tal vez sea lo mejor— me dijo.
— Quiero el Santo Grial— dije.
— Andrew, no creo que Santa sepa la ubicación del Santo Grial.
— ¡Ya sé qué pediré!— exclamé— ¡Un hermanito!

Ella casi se pasa el alto por mi comentario. Me quedó viendo, asustada. Tuvo que frenar repentinamente.

— ¿Estás bien?— preguntó.
— Sí— dije.
— Qué bien.
— ¿Crees que a Santa le guste la idea del hermanito?
— A Santa tal vez, a tu padre podría darle un ataque.
— Entonces debería perdirle a Santa un hermanito y un padre nuevo. Asunto solucionado— dije, ella se río.
— Últimamente estás de muy buen humor— dijo.
— Sí, es extraño.
— No— dijo ella—. Es gracias a Connor. Desde que conociste a ese chico te ves más animado. Tú y tu hermana.

Habían pasado varios días desde que le sugerí a Connor que debía hablar más con Victoria. Lo hice porque la primera vez en la que ella y yo tuvimos una conversación fue gracias a que ella preguntó por él. Pensé que así tal vez podríamos tener más en común. Funcionó. Connor empezó a hablarle. Una vez fue a casa. Habló conmigo. Y con Victoria. Incluso ella me habló de manera amistosa. Connor era genial.

— Puede ser— dije.

Llegamos al edificio del doctor Harper. Luego de subir el elevador, llegué. La recepcionista, que ya conocía a mamá, le avisó al doctor que estábamos ahí. Él me invitó a pasar. Mamá se fue a la sala de espera. Ahí habían unos peces en una enorme pecera que resultaban muy hipnóticos.

— Hola, Andrew— me dijo el doctor Harper—, ¿Cómo estás?
— Bien.
— Qué bueno— dijo—. ¿Listo para el procedimiento de rutina?
— Algo así.

El doctor tenía que analizarme por cualquier ángulo posible. Eso ya me lo sabía de memoria. Lo que me gustaba del doctor era que me sentía más cómodo con él que con cualquier otro médico. El doctor era joven. Mucho. Y muy simpático.

— Ya se acerca la navidad— me dijo—, ¿Planeas hacer algo divertido?
— No lo sé— dije—. Creo que lo de siempre. Veo que aún no ha puesto el árbol que pone cada año en la recepción. ¿Es cierto que el del año pasado se incendió?
— ¿Quién te dijo eso?
— Mi mamá.
— Supongo que no debería mentir. Eso pasó. Fue un horrible incidente. La luz del edificio se apagó y prendí unas velas. Una cayó y una rama del árbol empezó a arder. Fue un desastre.
— A usted siempre le están pasando cosas— dije—. Aunque probablemente nunca es su intención.

En realidad, el doctor Harper me gustaba porque era la persona más desafortunada del mundo. Se le olvidaban las llaves de auto, confundía los expedientes de sus pacientes u olvidaba hasta su propio cumpleaños. Lo mejor era que lo tomaba de forma ligera. Y con gracia.

— No le cuentes a nadie— me dijo—. Es un secreto.
— Está bien. ¿Usted va a hacer algo interesante en navidad?
— No lo sé. Tal vez visite a alguien.
— ¿A su novia?
— No tengo novia.
— No le creo. Al menos debería haber alguien que le guste.
— Sí hay. Supongo que a ti también te gusta alguien. Creo que el amor nos ayuda a mejorar.
— ¿Significa que el amor podría curarme milagrosamente?
— No, realmente. Sabes, las personas podemos mejorar de muchas formas diferentes. Siempre hay algo por perfeccionar. Tal vez no lo sepas, pero cuando estés enamorado, lo sabrás— dijo.
— ¿Significa que aún tiene que inyectarme?

Todo lo que séDonde viven las historias. Descúbrelo ahora