17.

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Todo lo que sé es que repentinamente mi vida no se veía tan mal. Y que ya hacía una semana desde que hablé con mis padres. Lo que me llevó inevitablemente a perder la apuesta porque fui a decirle a Connor que tenía razón cuando me dijo que yo era el equivocado y que todo salió bien.

— Pero lloraste— me dijo—, se nota. Técnicamente fue por mi culpa si lo piensas bien. Extrañamente favorecedor.
— No es cierto— le dije.
— Genial, empezaré a hacer nuestros planes para navidad.
— No es justo. Necesito un abogado.
— Demasiado tarde. No era mi intención ganar de ésta forma pero sigue siendo una victoria.

En conclusión, pasaría la víspera de navidad en casa de Connor.
Mis padres lo tomaron de buena manera porque creían que gracias a Connor yo pude tomar valor y expresar todo lo que sentía, lo que en parte era cierto. En cuanto a mi relación con ellos, nunca fue mejor. Me sentía seguro de todo. Y nos llevábamos mejor. Pusimos unas cuantas reglas, la primera y más importante era decir si algo nos molestaba. La segunda era que ellos podían expresar todo lo que quisieran aún si yo estaba presente. Lo que significaba que mis felices padres no estarían felices todo el tiempo. Admitieron que habían ocasiones en las que sí fingían que todo estaba bien para no preocuparnos, pero les dije que no pasaba nada, yo no iba a deprimirme sólo por verlos pelear una vez o hablar de cosas serias.

Con eso en claro, me sentía perfectamente. Tanto que Lizzy terminó por notarlo. Es más, todos lo notaban.
Victoria no podía creer que repentinamente me hubiera vuelto mejor amigo de mis padres. Ella jamás se enteró de que tuvimos esa conversación. Por otro lado, mis padres estaban más que contentos con Connor. Sobre todo porque era hijo de la senadora, que por alguna razón era la ídola de mi madre. Papá y yo sabíamos que de ídola no tenía nada pero no dijimos nada.

De todas formas, aún cuando había perdido mi apuesta, me pasaba muchos días en casa de Connor aún sin saber realmente por qué. Concluí que era porque me sentía extrañamente cómodo con él.

— ¿Has pensado en qué harás con tu vida?— me dijo, cuando estaba en su casa, en el jardín, sentado en el pasto.
— Desde luego— dije—. Conseguiré una granja y criaré unicornios. Luego los haré competir en carreras de caballos que ganarán porque son mágicos.
— Suena bien— dijo divertido—, tal vez me una a ti y crie pegasos.
— Los pegasos no pueden participar en carreras de caballos, sería muy injusto, ellos pueden volar.
— También sería injusto que los unicornios participaran. Sus cuernos son mágicos.
— Pero yo cubriría sus cuernos de manera que nadie sepa que son unicornios. Ganaría y me haría millonario.
— Bueno, al menos tienes un plan. Uno ilegal, pero alentador.
— Connor, ¿Tú no sabes qué pasará contigo? Pensé que sabías, estás en la universidad.
— Sé que me gusta lo que estudio. Pero no sé qué debería hacer. Hay tanto que me gustaría intentar...
— Pensé que heredarías el negocio de tu padre. Ya sabes, de mafioso a mafioso.
— ¡Ya te dije que no es mafioso!
— Pero podrías serlo. Tu madre se ve intimidante. Podrían empezar siendo los dueños de todos los negocios sucios de la ciudad. Luego se expanderían a todo el estado, luego al país y por último tomarían al mundo. Y si alguien se interpone en su camino, se deshacen de él y listo.
— No sabía que pensaras de modo tan siniestro.
— Ya sabes, pienso en grande— dije.
— ¿Por qué todo tiene que ser ilegal?
— No todo. También he considerado ser superhéroe.
— ¿De verdad? ¿Te gustaría salvar a las personas?
— Al principio sí pero tal vez en el futuro me volvería malvado y esclavizaría a todo el mundo...
— Andrew, me estás empezando a dar miedo. Mejor quédate con lo de los unicornios.
— Unicornios y pegasos— aclaré—. Expanderé el negocio.
— Pensé que no se podía usar a los pegasos.
— Escondo sus alas y listo.
— ¿Significa que aún puedes incluirme?
— ¡Claro! Necesitaré ayuda. Muy pronto seremos los dueños del negocio de los unicornios, lo que me hará rico para poder financiar mi sueño de ser superhéroe.
— ¿Entonces los unicornios son sólo un medio?
— Ya dije que pienso en grande. No iba a conformarme sólo con ser una gran criador de seres mitológicos.
— Tienes razón— dijo contento—. Siempre hay que buscar el control mundial.
— Lo haremos juntos. Podemos crear una dictadura tan perfecta que hará sonrojar a todos los dictadores que existieron antes de nosotros.
— Me parece bien— dijo feliz—. Al menos ya es algo por hacer.

Nos quedamos en silencio en el pasto, mirando el cielo azul. El aire fresco golpeaba mi cara. Miré a Connor.

— Sabes— le dije—, no te agradecí por apoyarme el otro el día.
— Deberías hacerlo.
— Gracias.
— No suenas sincero.
— ¡Lo soy!
— No parece.
— Ok. Va de nuevo. Muchas gracias.
— Así está mejor. ¿Me dejas grabarlo para que en el futuro pueda decir que Andrew, alias el tirano dictador, estuvo gratamente agradecido conmigo?
— No. Y no estoy gratamente agradecido. Estoy agradecido en los parámetros normales.
— Entonces, ¿Qué te haría estar gratamente agradecido?
— Si salvaras mi vida— dije, pensativo—, o si encontraras la cura del cáncer. O si inventaras la máquina del tiempo.
— Creo que no podré hacer ninguna de esas cosas. Pero me esforzaré.
— Te estaré apoyando— dije—, esa máquina del tiempo me ayudaría con mi sueño de conquistar el mundo.
— Genial, me siento motivado.

Como ambos nos encontrábamos recostados en el pasto, seguíamos mirando el cielo.

— Esa nube— le señalé—, tiene forma de mancha.
— Si sigues esa lógica todas tienen esa forma— me dijo.
— No. Sólo esa. Las otras parecen otras cosas. Esa de ahí tiene forma de ballena.
— No le encuentro la forma— admitió.
— Vamos, usa tu imaginación.
— No, nada. Sin embargo, esa otra parece una palmera.
— A mi parecer se ve más como un niño con un cabello esponjado.
-— Es una palmera.
— Es un niño.

Nos miramos. Fue raro, los dos giramos a vernos al mismo tiempo. Me sentí incómodo. Mucho. Y nervioso. Ansioso. Con miedo. Pero no de ese miedo que paraliza, si no del miedo que despierta.

— Palmera— dijo.
— Palmera— dije yo, sin dejar de ver su cara.

Necesitaba quitarse las gafas. Quería quitarle las gafas. ¿Se enojaría si lo hiciera?

— ¿Tengo algo en la cara?— dijo.
— Sí— admití—, unas feas gafas. ¿Has pensado en usar lentes de contacto?
— Sí. Pero siempre pensé que las gafas me hacían parecer más inteligente.
— Ya eres inteligente. No necesitas que nadie más lo sepa.
— Tienes razón— dijo, se las quitó, las puso en el pasto—, me conformo con que tú lo sepas.

Entonces volví a mirarlo. ¡Oh por dios, me quemo! Mi cara estaba en llamas. Me levanté de golpe.
¿Qué pasa conmigo?

— Hay... hay que irnos... — me sentía confundido.
— No veo casi nada— dijo, parpadeaba rápido.
— Para mí es muy conveniente— las tomé y las escondí.
— ¿Y mis gafas?
— No te diré.
— Vamos, dime.
—  Tú eres el inteligente— me reí.
— ¡Dámelas!
— No. Soy malo.

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