2.

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Todo lo que sé es que odiaba mi nombre. Me llamaba Andrew. ¿Qué clase de nombre es ese? Suena a nombre de chica. Por eso no me gustaba. Para empeorarlo todo, mi hermana tenía un nombre bonito, se llamaba Victoria. Sí, a ella podían nombrarla como a una reina y a mi ponerme el nombre del gato de mi tía. No bromeo, el gato en verdad se llamaba Andrew.

Lizzy no tenía ningún problema con su nombre. Elizabeth, como otra reina. Todos de la realeza menos yo. ¿Por qué el mundo me odiaba?
A mamá le gustaba. A papá también. Pero era normal porque ellos dos no eran normales.
Supongo que cuando tienes a un hijo diferente tienes que volverte diferente. Pero eso no significaba volverse loco. Alguien debió decirle eso a mis padres.

Bueno, aquel día papá se fue a trabajar luego de desayunar sus panqueques felices y tomar su café feliz. Mi hermana y yo lo vimos irse en su auto feliz. Mamá se despidió de él con un beso feliz. Mi casa era la casa de la felicidad.
No bromeo. Nunca había visto a mis padres tristes o enojados, o mostrando alguna otra emoción que no fuera alegría. Todo eso porque el doctor Saenz les dijo que había una gran posibilidad de que yo estuviera recibiendo sentimientos negativos. Tal vez cuando dijo eso era cierto porque yo tenía 5 años y solía deprimirme fácilmente, pero ellos seguían igual desde entonces.

Tenía 17 años y mis padres me seguían tratando como de 5. Es más, el doctor Saenz ya estaba muerto para ese entonces y yo aún sufría los efectos de su terapia.
A quién más molestaba todo eso era a Victoria. Ella tenía dos años más que yo y estaba en la universidad. No solía verla mucho pero no era porque casi no estuviera en casa, si no porque solía pasar mucho tiempo en su habitación. Mucho tiempo. No hace falta decir que no la conocía bien. Sólo era la chica que vivía en mi casa y que solía encontrarme en el pasillo de vez en cuando.

Luego de que mi madre se despidiera felizmente de mí cuando fue a dejarme a la escuela, entré a clases. Odiaba la escuela. Con todas mis ganas. Si hubiera podido incendiarla, lo habría hecho.

Siempre he dicho que las personas pueden discriminarte con su amabilidad. Es decir, que no pueda caminar no significa que soy retrasado mental. O que no puedo abrir la puerta, que no puedo ir al baño solo o que no puedo ir a la cafetería. Estoy discapacitado, no idiota. Pero las personas no lo veían así. Odiaba que tuvieran que volverse diferentes sólo por mi. Cuando yo estaba cerca se volvían automáticamente más amables. Los sujetos que solían decir groserías ya no lo hacían cuando me veían. Jamás me excluían de algo, o me hacían bullying. No porque no quisieran, si no porque la ley dice que no puedes herir al chico en silla de ruedas.

Por eso todos fingian ser la reencarnación de Jesús cuando estaban cerca de mí. No hace falta decir que no tenía amigos de verdad. Todos en la escuela podrían hablar conmigo si yo quería. Pero no serían ellos mismos. Y eso era detestable.
Todos eran así. Menos Lizzy, pero en su caso es porque es boba. Su cerebro no le daba tanto como para querer discriminarme con su bondad. Ella simplemente apareció un día frente a mí y empezó a tratarme como lo hacía con los demás. No le importaba si me ofendía o no.

Así que ese día, decidí acompañar a Lizzy a la biblioteca de la ciudad después de clases. Sí, Lizzy y una biblioteca. Jamás pensé ver esas dos palabras juntas en una oración.
En la entrada al lugar había un pequeño escaloncito. La bibliotecaria me vio desde adentro y se acercó inmediatamente para ayudarme. Genial, más amabilidad discriminatoria.

Una vez adentro, Lizzy parecía tan perdida como yo aquella vez que acompañé a mi tía a una convención de manteles bordados.

— ¿Puedo ayudarlos?— dijo la bibliotecaria.
— ¿Tiene algo sobre guerra que tenga muchos dibujitos?— dijo Lizzy.
— Depende. ¿Cuál guerra?
— ¿Acaso hay muchas?

Decidí alejarme de ellas por un momento. Me interné en los pasillos. Sí que era grande esa biblioteca. Bastante. Pensé en leer algo sobre seres mitológicos. Sin embargo, el libro estaba muy arriba del estante. Me estiré. Lo más que pude.
¡Maldito libro! ¿Quién dijo que debía ir tan arriba?
Estaba concentrado en alcanzarlo cuando una mano lo tomó por mi. Genial, la gente discriminatoriamente amable seguía apareciendo.

Me giré y lo vi. Él.

— Perdir ayuda de vez en cuando es algo bueno— dijo, mientras me daba el libro.
— Sí, claro— dije, luego intenté alejarme lo más rápido que podía, que lamentablemente no era mucho.
— Es un libro interesante— me dijo.
— ¿Me estás siguiendo?
— No. Mi camino es el mismo que el tuyo.
— Bien— dije—, entonces me alejaré porque se ve que estás muy ocupado.
— No realmente. Por cierto, no suelo hacer presentaciones con desconocidos porque generalmente no los vuelvo a ver, pero ya que parece que seguiremos encontrándonos, lo mejor es que te diga mi nombre. Connor, mucho gusto.
— Andrew— dije, pensé en decirlo porque al parecer quería ser cortés y me había ayudado con el libro.
— Bonito nombre— dijo.
— Pues perdona que no sea un nombre tan genial como Connor— dije, molesto.
— Lo decía de verdad. Me gusta tu nombre.
— ¿En serio? Es el nombre de un gato.
— ¿De un gato?
— Mi tía tiene un gato con ese nombre. Mis padres me pusieron así por un estúpido gato. Es obvio que es un nombre horrendo.
— No lo creo— se sentó y puso su libro sobre la mesa.

Lo observé. Se veía diferente pero era porque su ropa era diferente. Para ser sincero, la primera vez que lo vi me concentré tanto en que se fuera que no me fijé bien en cómo era. En ese momento que estaba tan cerca de él pude darme cuenta de que era una persona con facciones muy bellas. Sin duda encajaba bien con su nombre genial. Sí parecía un Connor.

Comencé a preguntarme si yo parecía un Andrew. Y cómo debería verse un Andrew. A mi mente sólo llegaba la imagen del gato. ¡Estúpido gato!

— Por tu ropa— dijo—, veo que asistes al instituto.
— ¿Algún problema con eso?
— Sí, de hecho. Esperaba que fueras mayor. Aunque no me sorprende que seas tan joven.
— Eso suena a algo que diría un anciano.
— Supongo— se rió.

Se levantó repentinamente como esa vez en aquel café. Se dirigió al escritorio de la bibliotecaria. Estuvo con ella mucho tiempo. Luego se fue, sin despedirse.
Me quedé pensando en lo raro que era ese tipo.

Lizzy encontró el libro que buscaba luego de mucho discutir con la bibliotecaria, que al parecer era egresada de mi escuela y no podía creer que alguien como ella pudiera estudiar ahí.

Estaba por irme con Lizzy cuando la bibliotecaria me detuvo.

— El joven que estaba contigo me dijo que te llevarías éste libro— me lo ofreció. Lo tomé.

Era Orgullo y Prejuicio de Jane Austen. ¿En serio? ¿Un libro para chicas? ¿Acaso no me vio antes con un libro de criaturas mitológicas? ¿Qué intentaba decirme?

Lo tomé sin muchas ganas. Fui a casa por la tarde, con el libro.
Cuando estaba en mi cama y me decidí por hojearlo, encontré una nota. Tenía una serie de números. Al principio no entendí lo que era, hasta que comprendí que era su número de teléfono.
¿Por qué me dio su número? ¿Esperaba que yo le dijera algo?

Pensé que no había nada que podría yo decirle, hasta que supe que en realidad si había algo. Así que le envíe un mensaje así :

"No me gusta el chocolate"

Todo lo que séDonde viven las historias. Descúbrelo ahora