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—¿Un viaje? ¿Diez días? ¡¿Con Francisco?! No. Definitivamente no. ¿Quién cuidaría a Hanna? ¿Acaso no puede ir con otra persona? ¿Por qué yo?— Apoyé mis codos en la mesa y enterré mi rostro en mis manos. ¿Por qué siempre me pasan éstas cosas a mi? Suspiré y miré a través de un pequeño hueco que se formó cuando separé un poco los dedos, para encontrarme con el rostro de Mónica contraído en un triste intento de no reír.— Deja de fruncir así la cara, parece trasero de chimpancé.— Volví a sumergir mi rostro en mis manos, frustrada. En esta ocasión, se escuchó una risa tan fuerte por todo Mc Donalds que algunas de las personas que almorzaban a nuestro alrededor voltearon a ver que sucedía.

—Y dime...— Se frotó los ojos y secó las lágrimas que se deslizaban a lo largo de sus mejillas por culpa de la risa.— ¿Por qué no quieres ir a ese viaje?— Saqué mi rostro de su escondite y la miré con una ceja alzada.— He escuchado todo lo que has dicho.— Dijo respondiendo a la pregunta que internamente me hacía.— Pero estoy más que segura de que hay otra razón por la que no quieres ir.— Tomó un sorbo de su Coca Cola sin quitar su mirada de mi.— Porque todo eso que has dicho...— Dijo haciendo un círculo a mi alrededor con su dedo índice, algo así como si las palabras que había dicho estuvieran flotando a mi alrededor.— Todo eso, mi niña, han sido solo excusas.— Una risa salió de su interior.

—Bueno... N-No... Digo... Me refiero a que...— Suspiré frustrada. ¿A quién quiero engañar? La verdadera razón la tenía más que clara: Francisco quería conmigo, y eso me ponía incómoda. No porque el sentimiento no fuera mutuo, sino porque no era lo correcto. Porque, vamos... Si hay que ser sinceras, Francisco es uno de los hombres más guapos y atrayentes que conozco. Su cabello castaño claro peinado hacia arriba le daba un toque juvenil, su nariz era un poco grande, pero encajaba perfecto con su rostro, sus carnosos y rojos labios, las hermosas esmeraldas que tenía por ojos transmitían una paz que a diario necesitaba, y su cuerpo... Joder, su cuerpo era simplemente perfecto. No había podido sacar de mi mente aquél día, después de la alocada noche de la que mucho no recuerdo, cuando lo vi vestido solo con sus boxers. Sus trabajados bíceps, su marcado abdomen, y esa v que estaba justo debajo de su abdomen, ese maldito músculo llevaba a lo que, probablemente, sería mi infierno ahora mismo si esa noche hubiera llegado a más.

—Elena— Mónica chasqueó los dedos frente a mis ojos, intentando sacarme del transe en el que me encontraba.— Me parece a mi ¿o pensabas en cierta persona a la que no quieres ver?— Dijo riendo.— Tenías una sonrisa y mordías tu labio inferior. ¿Es que acaso pensabas en uno de tus papichulos?— Sin dejar de reír, movió las cejas en forma  sugerente, lo cual me hizo reír a carcajadas.

—¿De dónde has sacado esa palabra?— Pregunté sin poder evitar la sonora carcajada que salió de lo más profundo de mi ser. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas sin piedad, y no podía parar de reír.

—Creo que la he escuchado en alguna novela.— Dijo acompañándome con las risas.

Seguimos así unos minutos hasta que llegaron nuestras hamburguesas.

Mientras comíamos ninguna de las dos dijo mucho, solo algún que otro "Pásame la sal" o "¿Me alcanzas la mayonesa?", y poco más.

Terminamos de comer, pagamos y, luego de despedirnos, cada una siguió su camino. Resulta que yo no sabía (o al menos no recordaba) que Mónica era psicología. Debe de ser por eso que siempre me entiende tan bien. Y, a demás de eso, también me enteré que su consultorio se encuentra a tan solo dos cuadras del edificio en el que yo trabajo.

Caminé hasta la empresa lentamente, ya que no tenía trabajo pendiente, con mis auriculares puestos y escuchando una canción que me encanta: Over and over again de Nathan Sykes. Esa era, indiscutiblemente, una de las canciones más hermosas del mundo. Comencé a cantarla en un suave susurro.

Dime tu nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora