Platica con Marilyn

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El tema de la verdadera Marilyn era muy interesante para mí, pero no me refiero a mi androide amada. La señora Sarah, fue un proyecto que revisé años después de haber terminado todo. Lo que sí sabía era lo de su carrera artística. Por mi parte, buscaba contrastar la imagen que me había formado durante años con Marilyn para saber cómo hubiera sido su personalidad humana. Estaba consciente que iban a ser completamente diferentes, porque Marilyn no fue programada en base al perfil de la señora Sarah, pero era interesante ver ese mismo rostro con una verdadera y sentimental vida. La señora Sarah a pesar de ser un rostro muy bello y haber tenido la felicidad en sus manos, tuvo una vida muy difícil. Su esposo le fue infiel, obtuvo la custodia de sus hijos y fue echada de su propia casa. Su carrera de pianista fue frutífera muchos años, pero en cuanto se concentró en su papel de esposa y madre, dejó de practicar como regularmente lo necesitaba. Tuvo varias presentaciones desde que tenía 15 años y ya había obtenido bastante reconocimiento en el medio. Fue muchos años después que conoció a su esposo quien era un importante miembro la de policía federal como perfilador criminal. Los presentaron después de un concierto que ella había dado en compañía de la sinfónica de Newark.

Su madre murió cuando apenas era una niña pequeña de 6 años y se quedó al cuidado de su padre y abuelo, quienes no eran los más amorosos del mundo. Su papá, el sargento Gabriel Hill, era un soldado del ejército y le fue muy duro afrontar la muerte de su esposa. Tuvo que ir con su padre Preston para que le ayudara a cuidar a su hija porque su rango le exigía estar mucho tiempo fuera de casa. El abuelo también tocaba el piano profesionalmente y quiso darle una formación estricta, porque había fracasado en el intento de querer enseñar a su hijo. El abuelo era muy demandante y aparte del tema del piano, también le exigía buenas notas en la escuela. Cuando llegaba el padre a la casa, solo se la pasaba enfrente de la televisión o encerrado en su cuarto. La niña Sarah debía vivir bajo la constante demanda de su abuelo y la falta de cariño por parte de su padre. En las noches evocaba algún recuerdo con su madre, pero cada vez era más difícil. Entre todas esas limitantes, conoció a su mejor amiga y la fuente de que yo supiera la mayoría de su historia, Cindy Treguer. Tenía el delirio de escritora desde que era muy pequeña y practicaba en un blog donde contaba historias de amor. Dedicó tres publicaciones sobre su amiga cuando ella ya tenía 30 años. No mencionaba su nombre, pero yo sabía que hablaba de ella. El asunto de los chicos y salidas a fiestas nunca se tocaban. El abuelo no permitía muchas cosas y pocas veces salían al parque para que se distrajeran. Te seguiré contando de Sarah, pero primero quería compartirte una publicación de Cindy que le dedicó:

Sus manos estaban descansando en las piernas y su cabeza inclinada en medio de la habitación oscura. Miraba sus delicadas manos como quien se pierde dentro de su propia piel, donde ella solo quería hundirse y ahuyentar los ruidosos movimientos del exterior. Eran tan desesperados, insistentes y hostigosos que deseaba con todo que desaparecieran. No entendía cómo la gente se acostumbraba a tantas presiones acompañadas de agresivas y enérgicas melodías carentes de ritmo. Olas de palabras, de caminatas forzadas, tumultos indiferentes y relojes ansiosos, con la única y desesperanzadora promesa de que mañana volverían hasta el fin del todo. Su habitación no tenía grandes cosas como las mías, pero conservaba ese toque femenino que le diferencia de cualquier habitación masculina. Ella no tenía posters, no tenía miles de zapatos o vestidos, como no tenía revistas o excesivo maquillaje, ni aretes o peluches. Solo eran unos cuantos libros de la escuela, ropa ordenada, una cama sencilla, ropero de madera con tallados que le recordaban al museo de arte moderno que estaba cerca de la escuela, y un cuadro en la pared de la única foto que tenía de su madre llevándola de la mano cuando tenía 3 años. Sin embargo, lo más importante de la habitación pequeña y de color turquesa, era un piano vertical de caoba, modelo Pearl River. Si se debiera realizar la molesta tarea de catalogar a los seres humanos de acuerdo con sus dones y habilidades, la de ella sería su forma de tocar el piano. Una habilidad que le enseñó su abuelo y que fue perfeccionando hasta su vida adolescente. Con los años aprendió que su piano era una especie de confesionario o anecdotario, donde las palabras se convertían en notas, los llantos en bemoles, las alegrías en ritmos cortos y las experiencias en conciertos. Su abuelo era un hombre estricto y exigente con ella para que aprendiera a tocar mejor que nadie, y al principio ella renegó del instrumento por tener apariencia de obligación, pero fue convirtiendo la música en su única forma de lenguaje y en su única obra traslucida bajo el velo de su cuerpo. A sus 17 años tocaba a Chopin, Debussy, Schubert y a Grieg, pero estaba maravillada la última vez que la vi con el pianista de jazz, Bill Evans. Admiraba sus improvisaciones y definió sus inclinaciones hacia el jazz por un tiempo. Sabía que existían diferentes tonalidades desconocidas para ella por el mundo. Tanto por escuchar y tan poco para vivir. Lo que ella conocía como notas y arpegios, eran los sonidos que realmente le daban sentido a la vida, contrariamente a los naturales que se encontraban en el mundo. No lograba encontrar ese placer melódico en sus calles o en las palabras de transeúntes desconocidos, al igual que el sonido de la lluvia que le parecía un sonido blanco y desesperante. El mar por otra parte lograba brindar un mejor sentimiento de familiaridad para sus oídos. Sus manos continuaron descansando en sus piernas hasta que levantó la vista hacia su piano y enderezó su postura.

Amor artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora