La capsula empezaba a descender estrepitosamente, pero cuando la velocidad era demasiado ensordecedora para sí misma, soltó el paracaídas que acortaba la aceleración con el mismo vigor con que amenazaba la caída. El choque me había causado un desmayo por horas hasta que el sol advertía ocultarse dentro de poco. Cuando recuperé el conocimiento, me quité los cinturones y abrí la capsula con dificultad. Respiré profundamente como desesperado. Me dolía el cuerpo entero y permanecí un momento apoyado en mis rodillas. Al levantar la cabeza y ver el panorama, sentí una enorme tristeza de no haber muerto en el choque para que no tuviera que verlo con mis propios ojos. Todo aquello suscitaba pena y amargura. La capsula aterrizó cerca de un pueblo pequeño y austero, donde las casas estaban desmoronándose por la guerra, mientras que en las calles, había al menos un cuerpo abandonado y montones de androides destruidos. Escombros apilados a un costado de las casas destruidas, paredes con grietas y manchas de sangre esparcidas sobre el suelo. La negrura del cielo intentaba anunciar el peligro por la llegada de los equipos de defensa. Martin me explicó que día y noche los humanos vigilaban las fronteras de los pueblos, para impedir la infiltración de cualquier androide. Se estableció el toque de queda, ya que no se podía garantizar la seguridad de la gente en medio de una guerra y menos durante la noche.
Una mujer me vio por la ventana cuando caí del cielo. Cuando caminé frente a su casa, me habló para que pasara con rapidez y urgencia. Le obedecí y me abrió la puerta de su humilde hogar con solo una habitación para todo. Me hablaba susurrando pero yo no le entendía y optó por comunicarse con señas. Me hizo ir a un rincón donde estaban dos niños de 10 años aproximadamente, que sentados en el suelo, esperaban que su madre terminara de cerrar todas las protecciones para pasar la noche. Solo eran unas láminas de acero que se veían muy delgadas como para soportar un ataque, pero era lo único que los separaba del peligro. Me senté con aquellos niños en silencio y después de vernos a los ojos una vez, no volvimos a hacerlo hasta esperar que su madre terminara por asegurar la casa y apaciguarnos de esa abrumadora amenaza.
Cené con aquella familia y mientras lo hacíamos con una veladora como única fuente de iluminación, escuchábamos explosiones y disparos lejanos que no los inquietaba tanto como a mí. Los niños habían desarrollado una perturbadora tolerancia ante aquellos sonidos bélicos, que disminuían mis esperanzas por el mundo que conocí antes. Hacerme a la idea de que ahora debía habituarme al reciente mundo y sus rutinas necrológicas. Le preguntaba a la señora "¿Cuernavaca?", como única palabra que los dos podíamos entender. Ella sacó un pequeño mapa para turistas que guardaba en el cajón de un armario. Me señaló con el dedo la dirección y me regaló el mapa. Le trataba de expresar con mi cara, y manos, lo agradecido que estaba por su infinita amabilidad. Ella solo sonreía algo desganada. Tal vez pensaba que no había más para mejorar las cosas.
Caminé varias millas sobre la carretera con algunas provisiones en una mochila y una pequeña pistola que tomé de la capsula. La mayoría de la comida se la dejé a esa familia que me había acobijado y a otras personas que vivían cerca. Debía caminar rápido para llegar antes del toque de queda y encontrar un lugar donde refugiarme. Los caminos eran interminables y los horizontes vacíos. Me comenzaba a angustiar de no llegar a tiempo y dormir en la tierra sin ninguna protección. Después del dolor y ardor que me provocaban las piernas y los pies de tanta caminata, por fin había llegado hasta el área urbana. Calles más largas con cruces y estructuras con más de tres pisos. El pavimento me brindó más confianza, pero aún faltaba mucho para llegar al centro. Caminé sobre una avenida larga donde veía ruinas de un supermercado, de un parque y de locales. Solo continué con el mapa en la mano y pequeños descansos de un minuto. Para este momento ya no tenía comida ni agua.
A las tres de la tarde había llegado a la catedral que me describía Rose en sus cartas. Escribió que vivía cerca y busqué un lugar que forzosamente ella debía frecuentar. Entre todos los lugares que había, el más probable era el mercado. Estaba a pocas calles de ahí y cuando entré, recorrí los pasillos y veía a las personas que compraban o vendía con naturalidad. La gente recibía equitativamente una bolsa pequeña de cualquier producto que quisieran de manera gratuita, pero solo por una vez al día. Ninguna persona era deshonesta como para formarse dos veces y todos parecían funcionar con normalidad. Había puestos de comida, quienes recibían más porciones por alimentar a los que no tenían casa o refugio. Algunas personas les agradecían dejándoles herramientas o retribuyéndolos con algún trabajo que hiciera falta. Entre todos se apoyaban sin que alguien estuviera al frente para imponer el orden, aunque sí existían líderes en cada sector por si hiciera falta. Estas personas eran propuestas por la misma comunidad y si nos les satisfacía, se cambiaba inmediatamente. Aun así, no hacía falta porque ellos mismos sabían lo que se tenía que hacer. Había un líder en el mercado, en la armería, administración laboral, ropa y calzado, obras, policía, hospital, escuela y otros sectores básicos para vivir, y ninguno estaba encima del otro a excepción de las fuerzas de defensa.
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Amor artificial
Ciencia FicciónMichael Dujardin, director de cine, le molesta su presente lleno de superficialidades y pérdida del romanticismo. Cuestiona los vacíos de la vida con la tecnología y la era digital. Todos sus pensamientos, todas sus inquietudes y toda una vida, dará...