Capítulo 12

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Jenna

Eran ya cerca de las tres de la madrugada y yo todavía no podía pegar un ojo. No recordaba la última noche que había dormido decentemente; si no eran las pesadillas, era el insomnio, por lo que las bolsas oscuras debajo de mis ojos se habían hecho ya algo cotidiano.

No podía dejar de pensar en lo que Oliver me había dicho: no había nadie más ahí, pero eso era imposible. De acuerdo con lo que aquél sujeto había contado, o, mejor dicho, lo que Alex le había sacado a golpes, había sido una masacre, muchas personas estaban presentes, y mi padre había sido otro de los tantos que habían muerto allí, pero ¿y los demás? ¿Quiénes eran? ¿Por qué lo ocultaban? ¿Dónde estaban sus cuerpos? Mil y un preguntas me daban vueltas por la cabeza, y las posibles respuestas eran tan ridículas como aterradoras.

Me refregué los ojos y me puse de pie, a sabiendas que mantenerme mirando el techo tampoco iba a ayudar, y mientras me dirigía a la cocina, Mozart maulló, correteando a mí alrededor, enérgico como si fuera pleno día.

— ¿Tienes hambre? — Le pregunté, hundiendo mis dedos en su suave pelaje oscuro, y él ronroneó, restregándose contra mi brazo, observándome con su único ojo, brillante. —Bueno. Atún será. — Respondí, tomando una lata del montón que tenía apilada sobre la encimera y comencé a abrirla, sintiendo su mirada impaciente sobre mi perfil.

Sabía que nada de esto iba a ser fácil, que no era un juego de niños, y, sin embargo, sabía también que no podía dejar las cosas como estaban. No me arrepentía de nada, pero sentía que estaba estancada en una encrucijada que yo sola no podía resolver, e iba a necesitar ayuda.

Coloqué la lata en el suelo y el felino hundió la cara en ella con rapidez, masticando silenciosamente, ronroneando con fuerza, entretanto yo comenzaba a calentar agua para prepararme un poco de té verde, que, en otro tiempo, surtía un efecto tranquilizador en mí. Por supuesto que mis preocupaciones se limitaban a ser exámenes finales y citas a ciegas, organizadas por Nina, principalmente, no resolver un asesinato en medio de un grupo de narcotraficantes, pero no perdía nada tratando.

Reí ante la aterradora realidad, y lo irónico que todo resultaba, entonces pensé en Alex. No sabía cómo ni porqué, pero siempre acababa pensando en él. No le había visto en todo el día, ni hablado con él desde el domingo, en el que tuvimos que limpiar la lluvia de vómito de la Cueva; no se había presentado a trabajar, ni tampoco había tenido noticias de él, y en algún punto de mi vida, eso se había tornado extraño.

Sabía a lo que se dedicaban, quienes eran, y, sin embargo, no se me había cruzado por la cabeza alejarme, ni mucho menos delatarlos con la policía. Por supuesto que si quería continuar adelante con mi cruzada, no podía prescindir de ellos, pero, muy en el fondo, también sabía que había algo más. Me agradaban, todos ellos, incluso Peak y Bon, y yo no tenía a nadie, ya no tenía nada, así que un par de amigos que comprendieran lo que es no tener nada no me venían nada mal, aunque tampoco era tan ingenua como para esperar que ellos pensaran igual.

Tomé el celular, último modelo, y lo observé en mi mano. Alex me lo había dado después de que Peak destrozara el mío, y desde entonces había sospechado que algo iba mal con él, con todos en general. Supongo que ahora tenía sentido como había conseguido el dinero para un aparato así. Aun así, había sido un gesto amable, o algo así. Alex por lo general era algo así como amable, debajo de toda la cara de mierda que tenía, de la que yo no podía quejarme, porque, muy probablemente, llevaba una cara igual la mayor parte del tiempo, pero nadie podía culparme, ni a él tampoco.

No estaba del todo segura que era lo que le había ocurrido, ni la historia completa detrás de esa cicatriz que tanto me llamaba la atención, y probablemente no la oiría de su boca, pero por lo poco que había dicho, un padre alcohólico, y una madre ausente, no dejaba mucho margen para una infancia feliz.

Sin CódigosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora