Epílogo

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Jenna

El viento helado chocó contra mi rostro, revolviéndome el cabello mientras me encogía ligeramente ante el frío con los ojos fijos en el hueco de la tierra. No miré a nadie más, pero sabía quienes estaban al rededor; los miembros de la fuerza policial, con sus uniformes y armas, alineados para presentar respeto, incluso Oliver, que tenía su mano derecha en su pecho, y la barbilla alta, demostrando un falso orgullo que no era capaz de atestiguar; del otro lado estaban los viejos vecinos del barrio, los mismos rostros que había visto gimotear durante el entierro de Ronald, y de mi padre antes que ese.

—... una horrible pérdida para el mundo y sobre todo para nuestra querida ciudad, quedándose sin un protector tan leal, tan abnegado y tan honesto como Frank Carlson, quién dio su vida para protegernos a todos.— El padre Joe habló, mientras sostenía la biblia entre sus manos con tanta fuerza que pareció que iba a partirla en dos en cualquier instante.

Resultaba un poco divertido oír al sacerdote pronunciar una mentira tras otra, apiladas en un emotivo discurso vacío que solamente hacía llorar a los ignorantes e inocentes; uno de ellos era mi hermana, que hacía un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas a mi lado, sujetándome la mano con fuerza. Pero las mentiras estaban bien, si era lo que se necesitaba para mantener la delgada paz por un tiempo. Me gustó oír a Joe mentir, porque quizás eso me ayudaba a pensar que no estaba sola, que no era la única araña que hilaba mentiras sin parar en una red que rodeaba a todo el mundo.

Sí, todos teníamos un poco de mentira en el corazón.

—Pobre tío Frank.— Oí a mi hermana murmurar, mientras sus ojos verdes enrojecidos e hinchados no se despegaban de la caja de madera cubierta de chucherías que nada significaban.

—Sí, pobre Frank.— Repetí, deslizando mi mano lentamente para liberarme de su agarre y la observé un momento; como la venda cubría por completo el dorso, ligeramente humedecida y entumecida por la quemadura.

Le había obligado a Oliver a hacerlo; "Eres el único lobo que queda" le había dicho esa noche, mientras en el taller vacío le tendía el soplete en medio de la oscuridad, y con mano temblorosa hizo lo que tenía que hacer, y mis gritos fueron ahogados por la tormenta que no había parado en ningún momento, como si el mundo llorara conmigo por el lobo en mí que había muerto.

Mientras todos se aproximaban para despedir al "héroe que protegió la ciudad" Emma me tendió una rosa, tan roja como la sangre que había salido de la cabeza de Carlson cuando la bala le había atravesado la cien, dejándole un hueco tan profundo como el que él mismo le había hecho a mi padre; sujetando la flor con fuerza escuché como el sacerdote le imploraba a Dios que guarde al policía en su gloria; los oficiales le saludaban estoicos y acompañada por el llanterío de fondo me puse de pie y me aproximé al hueco, mientras el cajón descendía lentamente hacía la oscuridad. Mirando directamente a la fotografía rodeada con coronas de flores admiré la sonrisa orgullosa que mostraba y dejé caer la flor al pequeño abismo al que sería confinado.

—Adiós, tío Frank.— Mascullé, dejando ir finalmente la carga de mi espalda.

Por fin todo había terminado.

Cuando el hueco estuvo cubierto de tierra todos los arreglos se disiparon con rapidez, al igual que la gente que regresaba a la rutina como si nada hubiese pasado. La policía se marchó a toda velocidad, los vecinos se quedaron en la entrada del cementerio para charlar sobre temas cotidianos que nada tenían que ver con Frank, como si esperaran a que otro conocido muriese para poder ponerse al día con los chismorreos de barrio. Carter ni siquiera me había dirigido una mirada, ella y yo no nos conocíamos; Oliver era el único que había permanecido allí, de pie inmóvil en su lugar de formación, a pesar que todos sus camaradas se habían marchado.

Sin CódigosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora