Capítulo 1

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Jenna

Caminé lentamente debajo de la helada lluvia. No tenía sentido correr a refugiarme, cuando llevaba ya tres calles empapada. Todavía era de día, pero el cielo se empeñaba en permanecer cubierto de nubarrones oscuros, volviendo todo más deprimente. O quizás a mí me lo parecía así.

El olor del humo que desprendían los callejones había disminuido notablemente gracias al agua, aunque el sonido constante de las gotas contra los techos de chapa oxidada me molestaba sobremanera.

Mis puños cerrados estaban escondidos en los enormes bolsillos del suéter de algodón gris oscuro, que había sido mi favorito desde hace casi tres semanas, intentando, inútilmente, mantener el calor debajo de la ropa húmeda. Una leve brisa helada chocó contra mi rostro, alejando el cabello de mis orejas y el vello se me erizó al sentir el frío recorrerme la columna vertebral. Miré mis zapatillas de tela por un momento, la tierra húmeda se había esparcido por casi toda la superficie. Suspiré y negué con la cabeza cansada de repetir la misma rutina por tercer domingo consecutivo. Aún no entendía porque seguía viniendo. Me quité la capucha, para observar con detenimiento el edificio que se alzaba sobre mí. Las enormes puertas de madera tallada ya estaban cerradas, lo que indicaba que la misa ya había iniciado. Fruncí el ceño y negué con la cabeza, resignada.

- Perfecto, no puedo llegar a tiempo ni a la iglesia. - Me quejé para mí misma, mientras subía los siete escalones con grandes zancadas, a pesar de tener las piernas bastante cortas, dejando una serie de huellas de barro que rápidamente se perdían entre las gotas.

Ya de pie frente a la entrada era capaz de oír a las voces de los coristas, levemente amortiguadas por las paredes. No me acostumbraba al aura armoniosa que desprendía el lugar, pero sin duda tenían un efecto tranquilizador sobre mí, y a pesar de la aversión que había sentido toda la vida por las celebraciones litúrgicas, estas últimas semanas me sentía más en casa que en mi propio apartamento.

La imagen de su rostro sonriente vino a mi mente, y rápidamente la descarté.

Aunque dudara sobre ese dios maravilloso que todo lo podía, la sensación de ser observada por las figuras de yeso que rodeaban el lugar parecía haberse vuelto una necesidad. Tal vez iba en busca de perdón, o de guía, no podría decirlo con seguridad, pero esas parecían ser las razones más sensatas.

Empujé la hoja izquierda de la puerta con extremo cuidado, en un fallido intento de pasar inadvertida, un par de ojos curiosos voltearon en mi dirección cuando el rechinido de la madera hizo eco en el amplio lugar, pero la voz del sacerdote continuó sin interrupciones. Volví la mano a los bolsillos, mientras fijaba la vista en la escultura que se alzaba frente a mí; la ostentosa cantidad de flores que adornaban los pies de la cruz de madera parecían glorificar a forma de alabanza el símbolo de muerte que representaba, y todos parecían coincidir en una idea de admiración frente a la estatua del hombre ensangrentado que sufría de publica humillación hacia miles de años mientras aquellos ojos, de cera café, miraban a la inmensidad que se extendía sobre su cabeza de forma suplicante, a la espera de quien sabe qué.

Casi pude oír una reprimenda de su parte en mi mente, al pensar de forma tan escéptica en aquél lugar. Todos necesitaban creer en algo. Puse los ojos en blanco a una voz que ya ni siquiera existía y alejé las dudas por un instante.

Di una rápida mirada al rededor y en el centro divisé a la señora Clinton, con su vestido amarillo canario, extremadamente llamativo, junto su esposo y sus dos hijas.

Los Clinton eran una familia afroamericana, que hace poco se había mudado a uno de los bloques cercanos en la zona y venían a la iglesia prácticamente todos los días. El señor Clinton trabajaba en la zapatería ubicada a tres calles del lugar, solía visitar mucho su tienda. Ya no más.

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