Oliver
—No, niño bonito, no tengo ni idea.— Volvió a repetir, con seguridad, después de haber observado la bala debajo de la lupa un par de minutos.
—¿Estás completamente seguro, Bill?— Insistí. Él bufó, volviendo a meter el pequeño objeto metálico en la bolsa plástica y lo lanzó frente al mostrador, justo debajo de la abertura que separaba la tela metálica de la entrada, para que pudiese meter la mano.
—¿Te piensas que soy un novato? Se reconocer mi mercancía cuando la veo, y eso no es mío. Dudo que siquiera sea de por aquí.
—¿Y eso por qué?
—Son costosas, y escasean desde los últimos cinco o seis años. Probablemente son de algún otro estado.— Habló, limpiándose la nariz con la camiseta ya manchada de comida, y se rasco el cabello largo y grasoso. —De cualquier manera no tengo nada que ver, oficial.— Dijo, con tono burlón y puse los ojos en blanco.
—¿Y puedes decirme de quién es?
—Sí, déjame ver en mi bola de cristal ¿acaso tienes idea cuantos distribuidores existen? No soy un puto sabueso.— Gruñó, escupiendo en el balde junto a él, y suspiré.
—Bueno, gracias de todos modos.
—Sí, si. La próxima vez tráeme un emparedado, al menos.— Continuó quejándose, mientras yo salía por la pequeña puerta de lata.
Miré la hora. Faltaba poco menos de una hora para que mí turno de medio día acabara. Los sábados por la mañana resultaban sorpresivamente tranquilos, después de la locura del viernes por la noche, y haberme ganado solamente medio día resultaba genial, aunque en aquellos momentos lo único que tenía en la cabeza era el trabajo.
Miré la bala en mi mano, y volví a guardarla en mi bolsillo, tratando de imaginar porque resultaba tan importante para los lobos que hiciera que Alex se arriesgara de esa manera en acudir a mí. No importaba que fuera, no iba a conseguir la información en Brooklyn, pero si el pequeño Bill, que se encargaba de la venta de armas legal e ilegalmente no sabía nada, probablemente tendría que averiguar otra ruta para obtener la información, y ese ni siquiera el mayor de mis problemas.
—¿Has traído las rosquillas?— Frank me preguntó cuando crucé la puerta de entrada y negué con la cabeza.
—Se agotaron, lo siento.— Mentí, pero no podía decirle que había ido a lo de un vago de confianza dudosa para obtener información.
—Demonios.— Se quejó, dirigiéndose a la maquina de café, y yo me arrojé en mi silla, observando el escritorio, todavía colmado de papeles revueltos.
El trabajo casi acababa, y yo todavía no había avanzado nada, desde el minuto en el que Alex me había entregado esa maldita carpeta, seguía estancado en el mismo punto, pero no podía evitarlo, estaba solo, y eso me hacía lento, además me cruzaban por la cabeza ideas peligrosas y eso me volvía descuidado, pero después de haberme pasado otra noche en vela, como se me había hecho costumbre últimamente, había tenido tiempo de sobra para reflexionar sobre las medidas que debía tomar, y sí alguien estaba jugando sucio, no me quedaba otra opción de hacer lo mismo.
—¿Y eso?— La voz de Carter me sobresaltó, mientras se sentaba sobre el escritorio y miraba con curiosidad la bolsa de evidencia, con la pequeña bala, en mi mano.
—Es... es...— Tartamudeé, sin poder evitarlo, mientras ella me daba una de esas miradas inquisidoras, con sus ojos oscuros que siempre parecían divertirse a costa mía. Suspiré. —Tengo que encontrar de donde viene.— Me limité a decir, y ella le dio un sorbo a su café.
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Sin Códigos
Ficción General"El hombre es el lobo del hombre." -Thomas Hobbes. •Historia protegida y registrada en SafeCreative. Prohibida la copia total o parcial en cualquier medio.