OliverMiré al rededor por quinta vez desde que había llegado al lugar, pero continué inmóvil desde la esquina del callejón. No era Domingo, por lo que no había nadie a los alrededores, a excepción del conjunto de niños que siempre se arremolinaban al rededor de la pequeña y vieja plaza.
Las puertas de la iglesia estaban cerradas, pero sabía que no estaban aseguradas, y sabía también que Joe, el que había sido sacerdote desde que tenía memoria, estaba adentro. Repentinamente me urgía escucharlo, o qué el me escuchara a mí, pero las últimas noches me las había pasado completamente en vela o perseguido por pesadillas que acababan por quitarme el sueño definitivamente, y no podía dejar de darle vueltas al asunto de Jerry Campbell, la bala y los reportes. Tampoco podía dejar de pensar en el viaje que Frank había hecho a Ohio para visitar a su familia; y la idea que él pudiese haber estado involucrado en el tiroteo en primer lugar me daba náuseas, pero sumándole el hecho que Jerry estaba ahí también, me llevaba a pensar en un conjunto de conclusiones que me aterraban que fueran verdad.
¿Era Frank capaz de asesinar a su mejor amigo?
Necesitaba hablar con alguien o mi cabeza explotaría en cualquier minuto.
—Terminemos con esto.— Dije, dándome ánimos a mí mismo, mientras cruzaba la calle de tierra y subía los escalones de mármol, un poco añejados pero impecables.
Todavía recordaba la primera vez que había entrado al lugar, siendo un niño, mojado y sucio, la noche en la que mi madre había muerto. Joe me había dado comida y agua, ropa y una cama, sin hacerme una sola pregunta.
Podía recordar que, en aquel instante, quise quedarme en ese lugar para siempre; olvidarme de Brooklyn, y de todos los demás, pero las ideas no duraron mucho cuando Oz acabó por encontrarme y arrastrarme a casa con él. También me acordaba perfectamente de lo aterrado que mi primo estaba, porque, después de todo, él era un niño también.
Me introduje en el enorme salón, volviendo a cerrar la hoja de madera a mis espaldas, y el aura silenciosa me llenó inmediatamente. No había cambiado en nada. Los suelos de mármol marrón, los largos banquillos de madera raída, y los enormes ventanales con vidrios de colores estaban tal y como los recordaba. Las velas encendidas por todos los alrededores y el sol entrando por la ventana, le daban ese aire pacífico que no encontraba en ningún otro lugar, y bajo del estrado, arrodillado debajo de un conjunto de batas y telas blancas, estaba el padre Joe, rezando en profundo silencio y concentración, como si pudiese aislarse del mundo por un instante.
Sin decir nada, me senté en la primera fila, observándole de cerca y jugueteando con las manos, incómodo, tratando de poner en orden mis pensamientos.
—Me alegra verte, Oliver.— Comentó de repente, sin voltearse y me removí en mi lugar. —¿Hoy estás solo?— Preguntó, calmadamente, poniéndose de pie y volteándose a mirarme con esos gentiles ojos cafés que tenía. Asentí.
—Lamento no haber venido en tanto tiempo.— Dije, pero el no respondió, simplemente me miró, con aquella mueca serena y sonrió, ocupando un lugar junto a mí.
—¿Está todo bien?
—Tengo un problema.
—¿Quieres hablar de eso?— Preguntó, con calma, como si fuese una charla rutinaria con un amigo, cuando de hecho no habíamos hablado en casi diez años.
Supuse que era algo que se les daba a los religiosos. Era como si no pudiera molestarse, o guardarme rencor.
¿Era todo más fácil para ellos? ¿Creer en algo les hacía temer menos a la muerte, o les ayuda a tener mas esperanza en la vida? Si era así, deseaba poder creer en todo eso que nadie veía y aún así aclamaban. Pero alguien como yo, que había visto demasiada realidad no podía creer en fantasías.
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Sin Códigos
General Fiction"El hombre es el lobo del hombre." -Thomas Hobbes. •Historia protegida y registrada en SafeCreative. Prohibida la copia total o parcial en cualquier medio.