Capítulo 11°: Servicio de alquiler

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Tomé la masa y volví a aporrearla en la mesa, maldita fuese, estaba pesada la condenada. Aun así, la volví a tomar y repetí el proceso varias veces más, sabía que estaba lista, pero si golpear estúpidos veinteañeros en mis clases de kick boxing no hacía efecto para liberar toda la tensión que sentía, entonces mi versión de amasar tendría que hacerlo.

Cuando me cansé de desquitarme con ese proyecto de pan y me dispuse a trabajar, miré a alrededor, buscando a alguien que me acercara los moldes para cortar... ¿Dónde carajos se habían metido? Solo encontré a mi jefe mirándome como si le debiera una explicación sobre alguna cosa.

— ¿Tienes idea de donde fueron todos? —le pregunté.

—Los tenías un poco asustados por la manera en la que tratabas a la masa, pero veo que solo es un poco de frustración —tomó uno de esos moldes que necesitaba y me lo acercó—. Tu turno terminó hace un rato, quizás quieras ir a arreglarte ya.

— ¿Es una nueva manera de despedirme? ¿Por tratar con poca delicadeza a un montón de masa? Créeme si le digo que sus clientes lo van a agradecer, el pan quedara mucho más suave.

—Solo estoy tratando de no pagar horas extras demás, muchacho, y relájate un poco, siempre que te digo algo piensas que quiero despedirte.

No llevaba el tiempo suficiente en este trabajo como para presumir que conocía bien al dueño, pero cuando un jefe hablaba conmigo, por lo general, era para despedirme. Ser poseedor de un carácter como el mío nunca había sido una tarea fácil, era la principal razón por la que conservar trabajos se había vuelto una misión imposible...

Recordé a la rubia y su condenado Ethan Hunt.

—Lo siento si te causé algún inconveniente —le dije al anciano dueño de la panadería.

—No hay problema, ojalá y tuviera más trabajadores como tú —sonrió con bondad, bueno, por lo menos a una persona en este planeta le gustaba mi manera de hacer las cosas—. Esos cagones a los que asustaste hay que vigilarlos cada cinco minutos para asegurarse que estén haciendo su trabajo.

—No tendrás que preocuparte de eso conmigo —aseguré.

—Lo sé, y si me permites un consejo...

Asentí, papá siempre decía que de consejos, mujeres y comida había que hartarse antes de morir y ¿Quién sabía? Podía ser arrollado al salir de aquí, por lo menos tenía que cumplir con una de esas condiciones.

—Sea lo que sea que te esté frustrando tanto, desaparecerá mucho más rápido con un buen polvo que golpeando así la masa o cualquier otra cosa. Así que ve a casa, disfruta de tu mujer y nos vemos el lunes —el anciano palmeó mi hombro y luego se marchó, dejándome solo en la cocina.

Hice una mueca, quizás debería renunciar solo por haber tenido que escuchar esa mierda, agradecía la buena voluntad del viejo al creer que estaba dándome un simpático consejo sobre la manera correcta de llevar mis problemas pero... lo que menos necesitaba en este instante era escuchar algo como eso.

La principal razón de la mayoría de mis frustraciones era a causa de una mujer, de mi mujer para ser más específicos, puede que alguna vez también hubiera sido un tipo simpático como ese ancianito. Sí, fui así por un tiempo, hasta que me cansé de ser el imbécil, el cornudo, y volví a lo que siempre fue mi temperamento de mierda.

Uno no debería cambiar por una mujer, no debería tener que hacerlo por nadie pero, que idiota somos, lo hacemos de todas formas, tranzamos una valiosa parte de nuestra alma por mísero cariño.

Me gustaría culpar a mi madre y su ausencia durante toda mi vida pero nadie puso una pistola en mi cabeza para equivocarme tanto como me fue posible, sobre todo con las mujeres de mi vida. Con la mujer de mi vida.

ALQUILER DE CORAZONESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora