Capítulo 32

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Mis pies avanzan a toda velocidad sobre los charcos del deslizante suelo. Cada zancada supone un segundo más consumido en la vida de Aitor. He vuelto a aquella noche. La imagen de mi hermano saliendo disparado del puto coche no para de darme vueltas a la cabeza: gritos, sollozos, lágrimas, sirenas de ambulancia y sangre. Mucha sangre.

Las manos me tiemblan cuando agarro las llaves e intento abrir la puerta del Doge. Respiro varias veces antes de acceder al interior.

Subo con rapidez hasta la habitación de Aitor, sin percatarme de que todos están en el salón.

— ¡Lucas! —me grita mi madre, pero no me detengo.

Al entrar en el dormitorio me encuentro al doctor Ramírez examinando el cuerpo inmóvil de mi hermano.

— ¿Qué ha ocurrido? —pregunto con resignación.

— Ha sufrido una recaída, señor Martín —asegura ante mi perplejidad—. La última vez que visité a su hermano, le advertí a usted y a su familia de lo extrema que era su situación. Sus padres me han contado lo sucedido y, teniendo en cuenta el grado de alteración al que ha sido sometido, sólo puedo pedirles paciencia y comprensión. A partir de ahora nada volverá a ser como antes.

— ¿Eso quiere decir que...? —soy incapaz de acabar la frase.

— En estos momentos está sedado —me explica—, pero cuando despierte sus recuerdos habrán desaparecido. Es probable que su memoria se haya borrado por completo.

— No es posible. Tiene que haber alguna solución.

— Por ahora habrá que esperar. Cuando recupere el sentido haré los análisis pertinentes para comprobar su estado, y luego le trasladaremos al hospital para continuar practicándole pruebas.

La pesadilla se repite, pero en esta ocasión soy muy consciente de ella. ¿En qué fase de recuperación se supone que estoy ahora mismo: compasión, sacrificio, honestidad, decencia, optimismo, superación, lealtad o tal vez sensatez? Porque lo único que siento es impotencia, odio, enfado y negación a partes iguales.

Mis padres y Megan me observan al otro lado de la puerta. Al ver sus gestos no puedo evitar perder el control y comienzo a llorar de manera desconsolada.

— Todo saldrá bien —me tranquiliza Megan mientras apoyo mi cabeza sobre su pecho.

— Lo sé —afirmo ante su sorpresa—. No se saldrán con la suya. No mientras me queden fuerzas.

— Hijo, a veces las cosas no salen como las planeamos —me advierte mi padre—. Deberías saberlo a estas alturas.

— Me la suda, papá. Haré justicia sin importarme el precio que tenga que pagar por ello. Los Santos nos han quitado dos veces a Aitor; no dejaré que lo hagan una tercera. Tarde o temprano, esos hijos de puta pagarán por lo que nos han hecho.

Al fin y al cabo, parece que el lunático de la pesadilla tenía razón en algo: tendré que usar la sensatez, pero también el sacrificio.

Es en estos momentos cuando pienso que mi propio pasado se está volviendo contra mí.

Durante la época del instituto, Daniel y yo le hicimos bullying a un chico. Era americano, y sólo llevaba un par de años en España, por lo que apenas dominaba el idioma. Nathan —así se llamaba— era el típico alumno superdotado con gafas de pasta y granos alrededor de su cara. Putearle se convirtió en un ritual para nosotros: tirábamos su comida por el retrete, le robábamos los apuntes, rompíamos sus gafas e incluso llegamos a dejarle en ropa interior delante de toda la clase. El pobre Nathan era un chico tímido y sensato cuya única preocupación era lograr el sobresaliente en la calificación final. Nunca nos dirigió una mala mirada, así que no sé por qué empezó nuestra obsesión por joderle. Quizá porque éramos unos hijos de puta —la mayoría de la gente afirmará que lo seguimos siendo—, o puede que lo hiciéramos por puro aburrimiento. Sólo sé que un día su pupitre se quedó vacío y nunca más volvió a ocuparlo. Varias semanas después, su madre se cruzó conmigo en la calle. ¿Lucas Martín?, preguntó con la sonrisa menos convincente que he visto en mi vida. Al asentir, se acercó hasta mí y me dijo: "Nathan es de ese tipo de personas que se come el mundo. Tú eres de esa clase de personas que fracasa en el intento". No salió ni una palabra más de su boca, pero fue suficiente para hacerme entender que tenía razón.

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