Capítulo VIII. Una buena noche

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Noviembre, 341 después de la Catástrofe

Desde el jardín trasero se podía acceder al camino de la entrada por el lateral de la casa. Era un pasillo bastante ancho pero secundario, y entre el muro y la casa solo había césped dejado crecer. Ni siquiera estaba iluminado a excepción de la luz que salía de las ventanas, por lo que había relativa oscuridad y ninguna persona cerca. Mientras caminaba por la hierba alta, escuché unas voces en la distancia, más adelante.

—No, déjame —dijo una chica en voz baja.

—¿Estás segura? —Aquella voz era inconfundible. Demasiada experiencia tratando de ignorarla mientras trabajaba, como para no saber quién era.

—Sí.

Un momento de silencio. Luego los vi salir de unos arbustos descuidados. La pareja se paró al verme allí plantado, y me miraron con los ojos muy abiertos, porque alguien los había sorprendido en el acto.

—¿Habéis perdido algo, chicos? ¿Os ayudo a buscar?

—¿Señor Bauer? —preguntó Stefan. La chica preguntó en voz baja si me conocía. Luego se acercaron a mí—. No es lo que piensa, estábamos hablando de algo privado.

—Me importa un pimiento así de grande.

—Oye, yo me voy a la fiesta antes de que mis padres me busquen —dijo la chica en voz baja a su pareja, y con tono compungido y sin mirarme, se despidió de mí.

Cuando la chica se fue, Stefan y yo nos miramos en una divertida situación. Mi expresión era de reprimenda, pero porque la suya era la de alguien que se disculpaba por haber hecho algo malo o vergonzoso. En realidad a mí no me importaba, aunque prefería haberme ahorrado la incomodidad de pillar a una pareja con las manos en la masa.

—¿Y usted qué hace aquí? —de pronto se le pasó la vergüenza y se dio cuenta de lo sospechosa que era mi presencia en aquel sitio escondido.

—Me iba a casa. Esperaba tener que evitarme las despedidas, pero por desgracia siempre estás en todas partes.

—No le he visto en la fiesta.

—Dudo que te hayas fijado en algo más que en su trasero.

—No me juzgue, ¿vale? —dijo y, sin ningún pudor, se metió la mano en los pantalones para, supuse, liberarse de la molestia temporal que suponía la presión de la tela.

—A mí me da igual lo que hagas o dejes de hacer con las chicas. Solo espero que no la hayas obligado a nada —lo escruté con la mirada. Era asunto suyo, pero debía asegurarme.

—Ella también quería —saltó—. Solo que cuando le he levantado el vestido se ha echado atrás. No entiendo para qué me calienta si luego va de mojigata.

—Supongo que a las chicas no les gusta perder su virginidad en un arbusto.

—Pues debería haberlo pensado antes, ahora me duelen las pelotas.

Me hizo gracia; a Stefan no tanto.

—¿Y usted por qué se va tan pronto?

—Me he dejado el sombrero.

—Ah, claro. ¿Me invita a un cigarro? Tengo que esperar a que me baje y no quiero estar aquí solo.

Saqué la cajita del bolsillo del pantalón y cogí dos cigarrillos. Con la misma cerilla encendí el suyo y el mío y caminamos a un lugar más iluminado, pero igualmente solitario. Nos apoyamos en el muro, manchado por la luz de una de las ventanas. Stefan resopló y se colocó una mano en la frente.

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