Capítulo 19. El cementerio es para los muertos

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El coche se dirigió al hospital rápidamente. Cuando estábamos llegando a la plaza, me di cuenta de que no me había acordado del dolor en todo el camino. Había estado mirando por la ventanilla, enfrascado en mis pensamientos y, en cuanto nos paramos, comencé a notar un ligero mareo. Por fin me había hecho efecto el alcohol.

Salí del coche y me acerqué al gran portal de madera entre los sillares que componían los muros del hospital. La puerta principal se encontraba abierta y de ella salía una luz cálida a la calle. Al entrar se encontraba un pequeño recibidor con suelo de piedra y algunos bancos de madera, de cuyas paredes colgaban anuncios sobre planchas de corcho. Otra puerta, cerrada, separaba el recibidor de la sala de recepción y, al penetrarla, el ambiente cálido me golpeó en contraste con el frío de la calle.

Aquella sala era más amplia que la primera, con paredes recubiertas de azulejo blanco y suelo de granito lustrado. Aquí había también algunos bancos repartidos donde los pacientes menos graves esperaban a ser atendidos, aunque a aquellas horas no había nadie y el silencio acompañaba el descanso nocturno. Solo de vez en cuando alguna enfermera salía de alguna puerta, cruzaba el pasillo y se metía en otra.

El mostrador se situaba a mano derecha de la entrada y habían dos recepcionistas soñolientas matando el tiempo con papeleo. Al acercarme, levantaron la cabeza y me miraron esperando que les contara mi problema.

—Necesito calmantes —dije a la que se encontraba más cerca.

Al hablar, las enfermeras me miraron con reticencia. A la que me había dirigido, ladeó la cabeza y enarcó las cejas.

—¿Ha bebido? —preguntó.

—Solo un poco, para calmar el dolor, pero no me ha aliviado.

—No puede tomar estos medicamentos si está borracho —dijo la otra con el ceño fruncido.

—No estoy borracho.

—Sí lo está —continuó la primera—. No puedo darle ningún calmante, lo siento.

—Si apenas he bebido. Estoy bien, deme algo para el dolor. —La voz se me resbalaba.

La enfermera lo pensó, todavía mirándome de reojo.

—Lo único que puedo darle es artemisa. Si quiere calmantes, vuelva cuando se le haya pasado la embriaguez.

—No estoy borracho.

Ignoró mi última respuesta, se levantó y entró en la puerta tras su espalda para buscar la artemisa.

—¿Puede dejarme también un bastón?

Al cabo de poco, regresó con una bolsita de tela de olor especiado y una muleta. Le di las gracias y salí a la calle.

Allí mismo me enrollé un cigarrillo con la hierba que me había dado, suficiente para una dosis. Zafiro esperó paciente dentro del coche. Cuando di la primera calada, me atraganté con el denso humo blanco y tosí, y en cada golpe de pecho sentí que me arrancaban los huesos uno a uno.

Hacía muchos años que no lo probaba, pero sabía que tenía un efecto casi inmediato. Primero venía la sensación de estar lleno por dentro: el humo era tan denso que entraba en los pulmones como arena. Luego el cuerpo se hacía más ligero y tenías la impresión de estar flotando. A continuación, todos los músculos de la cara se tensaban, te lloraban los ojos y no podías parar de reírte.

Todo era maravilloso bajo los efectos de la artemisa. El dolor no cesó, pero se convirtió en un cosquilleo agradable. Por una parte te asustaba no poder controlar los efectos que estaba teniendo en tu cerebro, y por otra querías bailar de alegría. No era como el alcohol, que te desinhibía: la artemisa era como un fantasma que entraba en tu cuerpo y se apoderaba de él. Eras consciente de lo que hacías, pero no podías controlarlo. Podías quedarte horas mirando una piedra porque te parecía la cosa más maravillosa del mundo y al mismo tiempo preguntarte qué demonios estabas haciendo.

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