Capítulo 22. El último día

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Mayo, 342 después de la Catástrofe

En todo aquel tiempo no sentí que David se hubiera ido del todo.

Es difícil de explicar. Es como saber que nunca volverás a ver a alguien pero, en el fondo, tienes la sensación de que, allá donde esté, se encuentra bien.

Durante los seis meses en que me volqué de lleno en dedicarle una estatua como homenaje era como si todavía pudiese sentirlo a mi lado. Contemplar su retrato para la realización de las pruebas de arcilla no me dio pesar, sino todo lo contrario: le recordaba como si hubiese hablado con él el día anterior. Le conocía tan bien que podía imaginar lo que pensaba. «Me has hecho la nariz muy grande». «Yo no tengo la espalda tan ancha». «Venga ya, esa pose es demasiado heroica, hazme un poco más normal, tío».

«Tío». Su forma preferida de llamarme resonaba en mi cabeza en cada pensamiento.

Hice demasiados bocetos por culpa de aquella voz en mi cabeza. «David, eres un pesado». Pero lo repetía una y una y otra vez porque quería que fuera perfecto. Que quedara tal y como a él le habría gustado. Quizá lo que intentaba era devolverlo a la vida, inmortalizado en una escultura de dos metros y medio. Y volver a tener a mi amigo cerca y encerrar su alma en el mármol para que no volviera a irse nunca más.

Cuando la terminé no podía dejar de contemplarla. Era idéntico. Tenía la misma expresión que recordaba, miraba de la misma forma amigable y cercana. Se parecía físicamente a su padre pero tenía el carácter de su madre. Era protector y servicial, se preocupaba por los problemas de los demás y, con él, uno se sentía escuchado y valorado.

Había trabajado en ella en el taller de mi antiguo maestro, del que hablaré algún día. Aunque él había fallecido, uno de sus aprendices lo llevaba desde entonces, y me había hecho el favor dado que mi casa se había incendiado junto con todos mis materiales y herramientas. De no haber sido por su equipo de ayudantes, no habría logrado terminarla a tiempo. 

La estatua se presentó el día de mi trigésimo quinto cumpleaños y se alzó frente a la puerta del ayuntamiento. En su base de granito negro se habían cincelado todos los nombres de los caídos en la Gran Batalla —que así se llamó la última catástrofe—, y una placa conmemorativa: «En memoria al valor y el sacrificio mostrados el 25 de diciembre del 342 d.C.». Y, a los pies de la gran escultura, el título y mi firma: «David, de Mikhael Engel Bauer».

Fue la primera obra que firmaba con mi nombre completo, y la última que realizaría. Con ella terminaba mi carrera como artista y, en el mismo acto de celebración, comenzaba mi propuesta a la alcaldía.

Me acompañaban la familia Schwarzschild y el secretario del Ayuntamiento, la persona de confianza del alcalde. Esperábamos sentados en su despacho a que sonaran las campanadas de las once.

—Cinco minutos —dijo el secretario, Fritz Ziegler. El señor Ziegler era un hombre de unos sesenta años, esbelto, y no recuerdo haberlo visto vestido de otra forma que con traje gris y corbata negra. Me recordaba a los portadores del féretro, tan sobrio, tan moderado; no decía una palabra más de las necesarias y siempre parecía saber lo que debía decirse y lo que no.

—¿Hay mucha gente? —pregunté, intentando aflojarme la corbata sin éxito. Nunca me había puesto una. ¿Era normal que apretara tanto?

—No cabe más gente en la plaza.

—Mikhael, tranquilízate, lo vas a hacer muy bien —me animó Eden con una palmadita en la espalda.

—Me van a tirar fruta podrida en cuanto salga.

—No piense de ese modo —dijo Ziegler—. Solo conseguirá ponerse más nervioso. Usted y su gran obra son el motivo de tanta expectación, todos están esperando impacientes escucharle. En cuanto se descubra la estatua, el pueblo entero le aclamará.

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