Capítulo 18. Asalto

125 28 37
                                    

Soñé con el infierno: olía a brasas y a ceniza. El fuego entraba por mi boca y me quemaba la garganta. Hacía un calor insoportable y traté de quitarme la capa, pero parecía pegada a mi cuerpo. El sudor me empapaba la frente. Conseguí quitarme la capa, pero llevaba otra debajo.

A lo lejos escuché el eco de unos golpes. Y la voz de una mujer pronunciar mi nombre con desesperación. «¡Mikhael! ¡Mikhael, despierta!».

Me desperté sobresaltado por un fuerte vapuleo. Vanda tiró de mi brazo y me obligó a salir de la cama. Todavía tenía en el cuerpo el efecto del calmante que había tomado, así que estaba amodorrado. Pero cuando vi el humo que entraba en mi habitación me levanté de golpe. Corrí a cerrar la puerta y abrí la ventana. El suelo estaba caliente como una chimenea. Miré hacia el exterior, hacia abajo, y me paralicé. Habían al menos cinco metros de caída.

Vanda y yo comenzamos a toser con fuerza. Me escocían los ojos y me costaba ver. El humo nos asfixiaría antes de que nos alcanzara el fuego.

—Hay que saltar, no queda otra —dijo Vanda con un hilo de voz.

Aunque mis movimientos eran torpes por el medicamento, cogimos las dos sábanas que tenía y las atamos una con la otra y después a la pata de la cama. La cuerda improvisada no llegaba hasta el suelo, pero permitía acortar la distancia de la caída. Pasó ella primero mientras yo la mantenía asegurada. Se subió al alféizar y, con cuidado, agachada, comenzó a descender por ella. Casi se resbala, pero la cogí del brazo a tiempo. Se hizo daño en las muñecas y las rodillas.

—No puedo —gimió asustada.

—Vamos, agárrate bien, yo la sujeto, no te vas a caer.

Poco a poco y bien agarrada fue bajando por la sábana. Mi vista se fue hacia un objeto en movimiento. Zafiro corría hacia la casa.

—Vanda, ha venido Zafiro.

—¿Qué? —exclamó llena de pánico.

El demonio se colocó justo debajo de ella.

—¡Salta! —gritó, extendiendo los brazos.

—Ay... —gimió. Descendió algo más por la sábana hasta que se vio a una distancia segura y luego se soltó. Zafiro la agarró con seguridad y la dejó en el suelo.

—Vamos —dijo dirigiéndose a mí.

Me acerqué a la ventana. El dolor en todo el cuerpo me dificultaba moverme. Me senté en el alféizar y miré hacia abajo. La caída, aunque no demasiado grande, me producía un vértigo paralizante, pero el humo negro que entraba en mi cuarto a través de las rendijas de la puerta me asustaba todavía más.

Salté y cerré los ojos por inercia. Acto seguido Zafiro me cogió en volandas y aterrizó en el suelo con la gracilidad de un gato y nos alejamos de la casa.

Desde una distancia segura, entre respiraciones aceleradas y sudor en la frente, vimos cómo las llamas engullían la planta baja y lamían las paredes hasta llegar al piso de arriba. Todavía podíamos sentir el calor. Vanda seguía tosiendo.

Poco después escuchamos un coche acercarse a toda prisa. Era el coche de los Schwarzschild. Cuando nos giramos a mirar, escuchamos un nuevo ruido proveniente de la casa. Se había derrumbado el techo. Vanda y yo cruzamos las miradas a la vez: habíamos tenido el mismo pensamiento.

—Un poco más y no lo contamos —dijo ella.

El coche llegó a nuestra altura. Bajaron de él rápidamente; había venido toda la familia.

—¿Estáis bien? —preguntó Gabrielle alterada, que corrió a darle un abrazo a Vanda.

—Los guardias nos han avisado del fuego —dijo Christopher colocando una mano en mi hombro—. Hemos venido lo más rápido que hemos podido.

HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora