Recuerdo 15. Tenemos los mismos derechos

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Junio, 323 d. C.

No había vuelto a ver a Darek desde la otra noche, cuando me marché sin más de su casa. Me sentía mal por haberme ido así sin darle ninguna explicación, pero tampoco había tenido tiempo para verle de nuevo. Habíamos entrado en el periodo de exámenes finales y fueron dos semanas agotadoras en las que solo tuve tiempo para dormir, y porque era imprescindible. Sin embargo, aquella no era la única excusa. Desde que Vanda me forzó a admitir mis sentimientos por él, no había sido capaz todavía de aceptar la verdad. Y pensar siquiera en volver a verle me producía un retortijón en el estómago tan grande que me hacía querer dejar de existir, como si hubiese cometido un error imperdonable.

Lo único que me distraía era obsesionarme con memorizar hasta la última palabra del libro de historia, practicar una y otra vez las ecuaciones más avanzadas y aprender todas las fórmulas de física y química. Y aun así, en el momento menos esperado, interrumpía en mis pensamientos la idea de haber mancillado las normas naturales al haberme enamorado de esa persona. Mi amigo de la infancia; el monaguillo. ¿Qué lo hacía tan especial como para que ocupara mi pensamiento desde que me levantaba hasta que me acostaba? ¿Por qué necesitaba tan desesperadamente que él me quisiera de la misma forma? Todas las noches, después de cenar, me quedaba hablando con Jael en la cocina y fumando un cigarrillo tras otro hasta que el sueño comenzaba a pesarme, y si se iba él antes a dormir me abrumaba la soledad.

Sabía que con el tiempo se me pasaría, pero el proceso estaba siendo una tortura.

Por suerte, las clases seguían ocupando gran parte de mi tiempo y eso me ayudaba a distraerme. Tras los exámenes, asistimos a una presentación orientativa que organizaban la Academia Interna, la Academia para Mujeres y la Academia Militar en el salón de actos del ayuntamiento.

Consistía en una serie de charlas llevada a cabo por los directores y coordinadores de estas instituciones, algo así como las típicas presentaciones aburridas a las que los estudiantes están obligados a asistir y en las cuales se invierte más tiempo en garabatear que a escuchar a los ponentes.

Quedé con David y Gabrielle en la puerta de la sala de conferencias municipal, situada dentro del ayuntamiento.

—¡Hey! —saludó Gabrielle al llegar. Nosotros dos habíamos ido allí directos después de clase.

—Eh —la recibió David con una sonrisa en la cara, y le dio un beso sin cortarse pero con modestia. Era la primera muestra de afecto en público que veía en ellos y me chocó bastante, aunque ya lo sabía. Pero no habíamos tenido tiempo de hablarlo.

—Así que por fin estáis saliendo juntos —dije sarcástico.

—Sí, y no gracias a ti —dijo David.

—Me alegro por vosotros —dije demasiado sombrío para que sonara cierto. En realidad me alegraba de que fueran felices, solo que yo lidiaba con mis propias dificultades.

—Por cierto, ¿conseguiste la llave? —preguntó David, que cogía la mano de Gabrielle.

—No he podido. ¿Tu padre te dijo algo?

—No, tío. Estuvo un poco serio en la cena, pero al final no me dijo nada. Eso sí, la llave del despacho ya no está en la alacena.

—Vaya —dijo Gabrielle—. Entonces no tenemos forma de bajar al Subsuelo, ¿no?

—Bueno, después del verano empezaremos las clases en la Academia Interna —dijo David—. Supongo que entonces podremos encontrar la manera de descubrir qué están escondiendo allí abajo.

—Hablad por vosotros, a mí no me van a dejar entrar —dijo Gabrielle—. Yo no puedo estudiar lo mismo que vosotros.

—Es verdad —cayó David—. Maldición, solo podremos vernos los fines de semana.

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