Capítulo 6. Almas gemelas y otros cuentos

217 42 127
                                    

Al día siguiente, domingo por la mañana, acudí al almuerzo como había prometido, en la Pradera Arbolada. Los Fürst eran criadores de caballos desde hacía seis generaciones y era una de las familias con más poder económico en Engelsdorf. Se especializaban en caballos de montura, fornidos ejemplares de animales fuertes y elegantes, cubriendo así toda la demanda de caballos de monta para los gendarmes, los cocheros y particulares adinerados. Aquella visita no me preocupé por mi vestimenta, y me había colocado unos pantalones sencillos, un jersey y mi capa negra, por lo cual el mayordomo tuvo serias dudas de si debía dejarme pasar.

—¿Que le han invitado a almorzar, dice?

Tuve que insistir aunque sabía que no iba a convencerle hasta que no apareciera alguien de la familia en mi defensa. Por suerte, no tuve que esperar mucho tiempo fuera, puesto que Charles acababa de llegar de montar a caballo. Con un sugerente traje muy pegado al cuerpo, debo decir. Le explicó que no debía preocuparse porque, efectivamente, había sido invitado, y al fin pude pasar dentro de la casa.

Era un edificio amplio y diáfano, construido en sillares blancos y lucido en el interior; al entrar, aparecíamos ante un gran vestíbulo con retratos de la familia y estatuas, y en frente un gran ventanal que llevaba a un patio interior con un frondoso jardín.

Charles me llevó al salón que hacía a su vez de biblioteca.

—Tengo que asearme, pero en seguida me reúno con vosotros. El servicio ha ido a avisar a la familia de que ya has llegado, bajarán en un momento. Mientras tanto siéntate y toma lo que quieras.

Charles hizo un gesto al mayordomo y me sirvió una taza de té mientras él se marchaba escaleras arriba. Al cabo de poco, el señor y la señora Fürst entraron y se sentaron en el sofá frente a mí.

—Buenos días, Mikhael, ¿te ha costado llegar? —preguntó el señor estrechándome la mano.

—No mucho. Me he perdido en un cruce, pero unos campesinos me han ayudado con la dirección.

—Esta casa está un poco escondida, a mis antepasados les había parecido que un terreno lo más alejado posible del núcleo urbano era la mejor ubicación —dijo la señora, y el señor rió—. Pero es un lugar muy tranquilo, eso sí. Con la arboleda entre nuestra casa y el pueblo da la sensación de que estamos solos en este mundo, es un buen lugar para reflexionar y estar en paz con Dios y con la Naturaleza.

—¿De modo que viven aislados del resto del pueblo?

—Sí. No nos malinterpretes, no estamos en contra de vivir en sociedad, pero preferimos tener el menor contacto posible con tanta corrupción y decadencia.

—Bien, Mikhael —habló el señor—. ¿Puedo llamarte Mikhael?

—Ese es mi nombre.

—Mikhael, ¿cuántos años tienes?

Me dejó un poco descolocado la pregunta, pero respondí en seguida.

—En marzo cumpliré treinta y cinco.

—¿Y por qué motivo todavía no estás casado?

Esa vez sí me costó un tiempo digerir la pregunta. No iba a contarle la verdad, ante los retratos de ángeles y vírgenes de la sala, las pinturas religiosas de los armarios, las estatuillas de santos en las estanterías y la cruz de oro en el cuello de la señora Fürst. Supuse que no se lo tomarían bien. Y estaba claro que no me conocían.

—No he tenido la ocasión de conocer a una persona con quien forjar un matrimonio, mi trabajo es muy absorbente. Y, si les soy sincero, no pienso en ello.

El señor y la señora Fürst asintieron.

—Y, dime, tus padres fueron granjeros, ¿no es así?

—Sí.

HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora