Recuerdo 1. Las puertas que no deben abrirse

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Mayo, 323 después de la Catástrofe

Tenía dieciocho años y el cabello me caía sobre los hombros, pero todavía no me había salido la barba. Tina me preguntaba por qué me dejaba el pelo largo si siempre lo llevaba recogido, que si me molestaba en la cara por qué no me lo cortaba y punto como el resto de chicos de mi edad. Nunca supe qué responderle, a mí me gustaba y ya está. Tampoco tenía ninguna intención de hacer lo mismo que hacían los demás.

De la misma forma, mientras que cualquier otro chico de diecisiete años dormía el sábado hasta el mediodía porque había salido la noche anterior, yo me levantaba a las cinco de la mañana, salía a dar de comer a los animales, les llenaba los abrevaderos, limpiaba las cuadras y finalmente me ponía a estudiar. Repasaba la lección dada durante la semana porque ya había hecho los ejercicios en su respectivo momento, y si podía complementaba la información con algún libro manuscrito copiado de la biblioteca.

Mis notas siempre fueron las mejores de la clase. Absorbía los conocimientos con tanta facilidad que solía aburrirme, por lo que cogía los libros de mi hermano y los repasaba. Yo ya sabía matemáticas avanzadas cuando el resto de mis congéneres todavía estaban aprendiendo a dividir con decimales. Me había aprendido todos los tiempos verbales mientras mis compañeros empezaban con el pasado simple. Y en los deportes no era nada malo, me bastaba con aprender las técnicas estratégicas de un juego para dominarlo, a prestar atención a mi cuerpo para sacarle el máximo rendimiento en las carreras de fondo y en los ejercicios de peso. Pero siempre me escogían el último para formar equipos. Todo lo que pudiera ser aprendido, lo aprendía, menos relacionarme con la gente de mi edad. Dejé de esforzarme en intentar hacer amigos cuando empecé la secundaria. Cuando le hablaba sobre ese problema a mi madre, me decía: "tú déjate de la gente y estudia". Así que eso hice.

Durante mis sesiones de estudio los sábados por la mañana, me resultaba placentero ver cómo mi escritorio se llenaba de hojas de apuntes y libros abiertos. Tenía un ritual antes de ponerme a escribir: limpiaba y organizaba el escritorio y dejaba solo lo imprescindible. Luego me colocaba un montón de hojas sueltas bien ordenado en la esquina superior del lado derecho, en perfecto paralelismo con el borde de la mesa. Limpiaba mis plumas y preparaba un pañuelo doblado bajo el tintero. Por último, disponía sobre la estantería los libros que iba a repasar, ordenados según los necesitaría. Todo ello para terminar con una superficie abarrotada de cosas y las manos llenas de tinta. Pero no podía saltarme ningún paso.

Aquella mañana, en mitad de mi procedimiento rutinario y mientras abría el tintero me sorprendieron unos golpes en la puerta y di un respingo, tirando parte de la tinta sobre mis pantalones.

—¡Abre!

«Joder».

Era Hugh.

—¡Abre, maldita sea! —dijo intentando abrir la puerta con fuertes sacudidas, pero estaba cerrada con pestillo.

Dejé el tintero en la mesa. Por un momento pensé en abrirle, pero me retracté. ¿Qué demonios quería ahora? Había terminado todas mis tareas, el campo era cosa suya. Lo único que se me ocurría era que quería mandarme a comprar algo al pueblo, y no me daba la gana. Empezar mi ritual y ponerme a estudiar me llevaba al menos quince minutos, y si tenía que ir al pueblo me retrasaría al menos dos horas más. Decidí no abrirle. Pero no podía hacer como que no estaba en casa.

—¡Te he dicho que abras la maldita puerta! ¡Mikhael!

Aunque le ignorase, no podía concentrarme de ese modo —con Hugh gritando y dando trompazos, cada vez más fuerte, cada vez más cabreado—. Ahora sí que no iba a abrirle la puerta. Para que me cogiera de los pelos y me sacase de la habitación a rastras, y después tener que aguantar sus gritos con su cara rabiosa a diez centímetros de la mía, echándome el aliento acre y gotas de saliva.
Estaba tan nervioso que me habría sido imposible escribir con la mano temblorosa, y no podía despegar la mirada de la puerta, con el corazón acelerado, temiendo que de tan fuerte que le daba pudiese romperla y entrar a darme una paliza. Aunque yo me había hecho grande y fuerte y Hugh, con sus setenta años, cada vez estaba más achaparrado, también él se había vuelto más agresivo con los años.

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